Por León Gómez Rivas
Como bien recordaba hace poco en este foro José Carlos Rodríguez, el pasado 24 de septiembre celebramos los doscientos años de la apertura de las Cortes de Cádiz, entonces todavía en la Isla de León (hoy, San Fernando), antes de su traslado al famoso templo gaditano de San Felipe. En medio de las conmemoraciones, con presencia de los Reyes, se citó allí el primer decreto tal y como aparece en el Diario de sesiones de las Cortes Generales y Extraordinarias, donde podemos leer algunas frases famosas como que en las Cortes “residía la soberanía”; que “convenía dividir los tres Poderes, legislativo, ejecutivo y judicial”; o que se declaraban “nulas las renuncias hechas en Bayona, no solo por la falta de libertad, sino muy principalmente por la de consentimiento de la nación”.
Estas ideas sobre una novedosa legitimidad democrática, junto a una repetida referencia a cómo en las Cortes residía la soberanía nacional, insistiendo en que “se declaraba nula la cesión de la Corona que se dice hecha a favor de Napoleón”, fueron las que finalmente se plasmarían en el famoso artículo tercero de la Constitución de 1812: “La soberanía reside esencialmente en la Nación, y por lo mismo pertenece a ésta exclusivamente el derecho de establecer sus leyes fundamentales”. A partir de aquí, se plantea la interesante discusión señalada arriba sobre un dudoso fundamento liberal de las Cortes, el exagerado referente a la revolución francesa o la excesiva concentración de poderes que se atribuyeron sus diputados.
Mi reflexión, sin embargo, discurre por una línea más bien de antecedentes intelectuales; y lo que sostengo es que no fueron conceptos tan novedosos para los que llevamos tiempo estudiando la obra de Juan de Mariana y tantos otros maestros de la escolástica española del Siglo de Oro. Ya hemos escrito en esta web consideraciones similares acerca de la necesidad del consentimiento popular en el gobierno político (Suárez), o de la sujeción legal que debe respetar un gobernante en su gestión económica (Mariana y la denuncia de las alteraciones monetarias). Resulta fácil encontrar ese tipo de alusiones al “asentimiento del pueblo” en muchos doctores de la Escuela de Salamanca. Lo que no significa necesariamente que estuvieran proponiendo ya en el siglo XVI una precisa teoría contractualista del poder político (o tal vez sí: aunque tampoco pretendo discutir eso ahora); pero considero que se les debe reconocer un papel cuando menos precursor en la configuración de la doctrina política en la Europa moderna.
Es por todo ello que, justamente en el discurso preliminar leído en las Cortes al presentar la comisión de Constitución el proyecto de ella (24 de diciembre de 1811), Agustín de Argüelles pueda hablar con toda normalidad de “los Marianas”, en tanto que fue un autor conocido para muchos de aquellos primeros legisladores de Cádiz.
Así que me permitiré insistir de nuevo en algunas frases de nuestro jesuita toledano que recuerdan muy directamente el lenguaje de las Cortes de Cádiz. Porque antes de su Monetae Mutatione (1609), donde escribe de pasada en los primeros capítulos sobre las limitaciones de los reyes respecto a los derechos de propiedad de sus vasallos, respecto a la imposición tributaria y, específicamente, respecto a la acuñación monetaria, diez años atrás, recuerdo, en el De Rege et Regis Institutione (1599), ya había reflexionado en varios momentos sobre la legitimidad del gobierno y sus obligaciones respecto a los súbditos.
Así, en el capítulo VIII (¿Es mayor el poder del Rey o el de la República?) plantea lo siguiente: “A mi modo de ver, puesto que el poder real, si es legítimo, ha sido creado por consentimiento de los ciudadanos…, ha de ser limitado desde un principio por leyes y estatutos a fin de que no se exceda en prejuicio de sus súbditos y degenere al fin en tiranía”. Afirmando un poco después lo que explicará con más detalle en el Monetae Mutatione: “El rey no puede imponer tributos sin el consentimiento de los pueblos”. Y se cuestiona enseguida algunas circunstancias relativas a la sucesión real (que nos recuerdan tanto las abdicaciones de Bayona) como a la obligación de atender a la opinión de los súbditos cuando se vaya a designar al heredero, respetando esa cesión ciudadana del poder: “¿Cómo podemos suponer que los ciudadanos hubiesen querido despojarse de toda su autoridad ni transferirla a otros sin restricción, sin tasa, sin medida?”. Sobre todo lo cual concluye: “A mi modo de ver no puede el príncipe oponerse a la voluntad de la multitud, ni cuando se trata de imponer tributos, ni cuando se trata de derogar leyes, ni mucho menos cuando se trata de alterar la sucesión del Reino”.
Escribo estas ideas con especial cuidado de no caer en ese anacronismo (que por cierto se ha acusado a este Instituto) de describir a Mariana como un fundador del liberalismo “hayekiano”. Bien es cierto que fueron aquellos autores austríacos los que mejor comprendieron la propuesta de un orden espontáneo en los Doctores de Salamanca. Pero la verdad es que no me importa demasiado discutir sobre si entonces ya se podría hablar de “derechos individuales” o éste es un concepto históricamente posterior. Lo que me parece verdaderamente interesante es cómo una generación de ilustres profesores hispanos defendió la libertad en unos términos que hoy todavía resultan inalcanzables para muchos ciudadanos de nuestro mundo.