Por Manuel Llamas
España es un país altamente deficitario en cultura emprendedora, señal inequívoca de la baja competitividad, del voraz intervencionismo estatal y de la fuerte rigidez económica. Dicha incultura empresarial constituye un pesado lastre, un grave problema de difícil solución dado el rancio izquierdismo que propugna el conjunto de la clase política nacional.
En cuanto al analfabetismo empresarial, existen indicadores para todos los gustos. Así, por ejemplo, según una reciente encuesta, casi un tercio de los jóvenes que inician una carrera universitaria aspira a convertirse en funcionario frente a apenas un 28% que ambiciona crear su propio negocio. La situación es, si cabe, mucho peor cuando se analiza el espíritu de los desempleados: a finales de 2009, casi el 40% de los parados estaba considerando opositar mientras que un 14,67% afirmaba estar ya preparando los exámenes de acceso. Por desgracia, tan sólo un 33,6% barajaba la apertura de un negocio como opción plausible, según un estudio realizado por Adecco.
¿Cómo hemos llegado hasta aquí? Entre las múltiples razones existentes, destacaría dos. Por un lado, la figura del empresario no goza de excesiva popularidad entre los jóvenes españoles en los últimos años. Y ello, debido, sobre todo, al monopolio educativo, tanto en el ámbito del conocimiento técnico como ético, que ejercen los poderes públicos mediante la imposición de itinerarios en centros públicos y privados. Programas en los que el estudio de la economía es nulo o bien fuertemente ideologizado a fin de ensalzar las bonanzas del todopoderoso Estado y vilipendiar al malvado capital.
Basta con ojear algunos de los manuales que manejan los actuales estudiantes de primaria y secundaria para percatarse de la orientación vital que es inculcada a golpe de decreto desde los poderes públicos. La asignatura Educación para la Ciudadanía constituye el más claro ejemplo de dicha perversión educativa. El empresario es tachado de “sanguijuela social que vive de la sangre ajena”, explotando vilmente a los pobres trabajadores al tiempo que destroza el medio ambiente con el único fin de expoliar al resto de ciudadanos. Mientras, sindicatos y partidos políticos (gobierno) son encumbrados a lo más alto de la esfera social, héroes en el papel de defensores sociales, humanitarios y ambientalistas.
El problema es que los escasos jóvenes que, milagrosamente, hayan logrado esquivar esta terrible intoxicación y, pese a todo, mantengan su natural espíritu emprendedor intacto se toparán con todo un cúmulo de dificultades artificiales en el mundo laboral en caso de que osen abrir un negocio. Y es aquí, precisamente, donde entra en juego el segundo factor de analfabetismo empresarial tan característico de España: la intervención del Estado. Crear una empresa se convierte aquí en un arduo y complejo proceso burocrático y fiscal repleto de zancadillas en el que el éxito dependerá, en gran medida, de la tenacidad, valentía, arrojo y cuasi milagrosa obcecación del susodicho empresario en ciernes. Y es que, España ocupa, con honorable mérito, el puesto 144 del mundo (de un total de 183 países) en cuanto a facilidad para “abrir una empresa”, según el informe Doing Business 2011 del Banco Mundial.
Resulta que es más fácil iniciar un negocio en Congo, Venezuela, Argentina o Zimbabwe que en España... ¡Ahí es nada! Sin duda, precisamos de un cambio radical en esta materia para ensalzar la figura del empresario a nivel educativo y social, así como para facilitar al máximo el inicio de la imprescindible, básica y vital aventura emprendedora.