El psiquiatra tradicional se preocupaba de proteger al público de las personas insanas que eran peligrosas e incapaces de cuidarse por sí mismas. El psiquiatra de la actualidad protege a los individuos de tener que enfrentar y sobrellevar las faenas, las tentaciones y las tragedias de la vida—tales como construir un yo estable; emplear fármacos que alteran el ánimo y la mente; lidiar con el sufrimiento económico, la pérdida personal, la depresión, y el suicidio; condenar al mal y castigar el crimen.
Cuando un profesional del cuidado de la salud testifica bajo juramento que el cometer desfalco para poder salir a gastar dinero efectuando compras a lo loco es una enfermedad llamada “compra compulsiva” y un juez exime al timador de pena, ¿qué queda de la diferencia entre comportamiento y enfermedad? La agricultura, la manufactura, el comercio, la religión y el cuidado de la salud—proveer de bienes y servicios materiales, espirituales y médicos a las personas—pertenecen a la esfera privada. Esperamos que estas funciones sean desempeñadas consensuadamente mediante el acuerdo entre individuos libres, no de manera coercitiva.
En contraste, la policía, el sistema de justicia, la salud pública y la psiquiatría—el proteger al público de los criminales y de ciertas enfermedades o de condiciones que causan enfermedades—han tradicionalmente pertenecido a la esfera pública. Esperamos que estas funciones sean desempeñadas coercitivamente, por agentes del Estado imponiendo su voluntad sobre los individuos para el beneficio de la comunidad. Este arreglo hace depender a la libertad individual no solamente de lo que consideremos como crimen sino también de lo que consideremos como una enfermedad peligrosa.
Tradicionalmente, el médico de la salud pública se preocupaba de cuestiones tales como la deposición de los residuos cloacales, de la provisión de agua potable y de la difusión de ciertas enfermedades contagiosas, tales como el cólera, la tuberculosis y la fiebre tifoidea. Su contraparte moderno se encuentra preocupado con las denominadas “enfermedades del estilo de vida” las que van desde una dieta excesivamente rica, el consumo de alcohol, de cigarrillos, de drogas ilegales, y la violencia contra uno mismo o contra otros. El ex encargado de la Salud Pública, C. Everett Koop, por ejemplo, ha declarado que la violencia es una emergencia de la salud pública.
En gran medida al igual que los psiquiatras, los médicos de la salud pública ofrecen en la actualidad excusas por el mal comportamiento de una persona, culpando de la conducta no a las desacertadas elecciones personales sino a abstracciones tales como “las condiciones sociales” o a terceras partes con bolsillos profundos, ejemplificadas por las compañías tabacaleras. El hecho de controlar los actos voluntarios lesivos para con uno mismo solía ser considerado una cuestión personal y se lo denominaba prudencia, auto-control y auto-disciplina. El controlar los actos voluntarios perjudiciales para otros solía ser un asunto del legislador, del fiscal, del juez, del jurado y del guardián de la prisión.
La materia del medico solía ser la de diagnosticar y la de tratar a la enfermedad—con el consentimiento del paciente. Hoy día, los políticos definen la enfermedad, y los médicos controlan el mal comportamiento. Los niños activos, los adolescentes violentos, los adultos ansiosos, los ancianos tristes y los asesinos y los suicidas inestables se comportan como lo hacen debido a las numerosas enfermedades que los afligen.
Las nuevas nociones de la enfermedad—como una condición médica y como una excusa para el crimen—adoptadas por la salud pública y los establecimientos psiquiátricos y aceptadas por los tribunales—han socavado nuestros puntos de vista tradicionales acerca de la responsabilidad legal y moral, y han fomentado la aparición del estado terapéutico, el que de manera creciente restringe nuestras libertades, ostensiblemente para proteger nuestra salud.
Hace casi dos siglos atrás, Tocqueville pronosticó que en la democracia de los Estados Unidos, los intentos del gobierno de promover la salud, y no la tiranía ordinaria, disminuirían la esfera privada. El crecimiento del estado terapéutico debería ser menos sorprendente en la actualidad que en su época, dado que tenemos más control sobre las enfermedades reales del que hubiésemos podido soñar cien, o aún 50 años atrás. Ese control explica por qué nos encontramos tan preocupados por las enfermedades, literales y metafóricas, y por qué extendemos el lenguaje, las imágenes y la tecnología de la medicina a cada aspecto de la vida.
Virtualmente cada problema humano aparece de este modo siendo una enfermedad y cada remedio para la misma es visto como un tratamiento. El resultado es el de que la democracia, el gobierno limitado, y el Estado de Derecho son sustituidos por la “farmacracia,” el gobierno no limitado, y el señorío de la discrecionalidad medica. Como en la teocracia, donde los individuos se encuentran obsesionados con la religión y perciben a todos los tipos de problemas humanos como de naturaleza religiosa y por ende susceptibles de remedios religiosos, de la misma forma en una farmacracia, la gente está obsesionada con la medicina y percibe a todas los tipos de problemas humanos como de naturaleza médica y así susceptibles de remedios médicos.
De esta manera, tomar drogas no recetadas, o al menos recomendadas, por un médico parece ser una enfermedad y un problema de la salud pública, que requiere del tratamiento médico y de la prevención así como de la disuasión legal. Un niño de seis años de edad en Colorado ha sido suspendido de la escuela bajo la política sobre drogas de tolerancia cero del sistema escolar. ¿La droga? Pastillas de limón orgánicas.
Los estadounidenses se encuentran anhelando un gobierno que los proteja de la responsabilidad—no tan sólo para su propia salud y atención de la salud—sino también de los comportamientos que los enferman, literal o figurativamente.
Siendo alcahuetes de este anhelo, los políticos le dicen a la gente que tienen un “derecho a la salud”; les aseguran que sus problemas personales, matrimoniales, económicos, raciales y políticos son “enfermedades sin culpa”; les prometen una “declaración de derechos de los pacientes”, unos Estados Unidos libres de cáncer, libres de drogas, libres incluso del envejecimiento, de la discapacidad y de la muerte.
Un viejo proverbio estadounidense advierte: “Protégeme de mis amigos, yo me encargaré de mis enemigos”. Un enemigo que amenaza con lastimarlo es fácil de resistir. Un amigo deseoso de ayudarlo—aún cuando usted podía, si lo intentaba lo suficiente, ayudarse a sí mismo—plantea un peligro más sutil. Allí radica la amenaza de la farmacracia para la libertad individual y para la responsabilidad personal.
Traducido por Gabriel Gasave
Thomas S. Szasz es Profesor Emérito de Psiquiatría en la State University of New York y miembro de la Junta Consultiva de The Independent Institute en Oakland, California.