Por Horacio Vázquez-Rial
Ideas - Libertad Digital, Madrid
Según Goethe, me recuerda mi amiga María Ruiz, pensar es fácil, y lo difícil es actuar en consecuencia con lo pensado. Sin ánimo de cuestionar al padre de la cultura alemana moderna, a quien tanto debemos todos en lo intelectual y en lo sentimental, diré que mi experiencia me indica que lo primero no es cierto: pensar es muy, muy difícil.
Cuando hablo de pensar, no me refiero a la reflexión superficial que nos basta para lo cotidiano, ni al empleo de determinados métodos para resolver problemas técnicos, y mucho menos al ejercicio de la discusión política vulgar. Creo que Goethe tampoco se refería a eso, porque, si así fuera, no vería como un problema el actuar en consecuencia. Todos esos niveles de actividad intelectual se resuelven mediante aprendizajes concretos, desde cocinar hasta calcular la resistencia de un material para la construcción, aunque haya cocineros corrientes que preparan una sopa y otros, más exquisitos, que hasta deconstruyen una sopa, sea eso lo que sea, y aunque haya edificadores y gaudíes; en cuanto a la discusión política de café, no hace falta nada más que un poco de coraje, sentimientos contradictorios, lecturas de titulares, filias y fobias, mucho atrevimiento y una limitada memoria, en el mejor de los casos.
Y, por supuesto, ideología. A ella pertenecen los sentimientos contradictorios, las filias y las fobias. Y restos de teorías esbozadas para una cosa y aplicadas a todas. Y datos sin contexto. Y esperanzas, derrotas y éxitos de hooligan. Y muchas basuritas más. Puede ser resultón, pero no tiene nada que ver con el pensamiento: la ideología es la antítesis del pensamiento. Hay que liberarse de ella para empezar a pensar, libre y racionalmente. Para darle la vuelta a lo real, como a un calcetín. A lo real, que no es en modo alguno la realidad, sino lo que cada uno percibe de ella.
La realidad, como tal, es esencialmente incognoscible en su totalidad. Sólo conocemos fragmentos, y con ellos componemos un modelo. En la ideología, ese modelo es fijo y se aplica a todo, haciéndolo encajar aunque sea por la fuerza (el fanatismo y el sectarismo son eso, en religión y en política, respectivamente). En el pensamiento libre y racional, ese modelo es constantemente cambiante.
El acceso a un pensamiento independiente, su construcción –la independencia intelectual se construye, sí–, tiene un punto voluntario y otro de revelación aparente, que pueden darse simultánea o sucesivamente.
El voluntario está relacionado con la búsqueda, con la ampliación constante del campo del propio saber: no se trata de erudición, sino de adición de elementos de modo que combinen. La combinación no es deducible de un elemento u otro, y se da de manera subconsciente, tanto que, cuando llega al alcance de la razón, se puede tener la impresión de que ha caído de alguna parte. Nadie debería asustarse ante esto. Consiste en leer mucho, sí, pero no con la pretensión de acumular en la memoria consciente: creo que era Malraux quien decía que la cultura es lo que queda después de olvidarlo todo.
La revelación aparente depende de esa acumulación previa, pero también de una atención entrenada. Uno puede pasarse años mirando un planisferio, hasta ser capaz de poner nombre a los detalles y señalar con precisión Vladivostok o Kamchakta, sin darse cuenta de que el planisferio es una convención con pocas garantías: en él, de manera fija, América del Norte está en el oeste y Rusia en el este. Es más probable que sea en el mapamundi, en la representación esférica –también convencional, por cuanto es representación inexacta: la tierra no es perfectamente esférica–, donde se dé cuenta de que en realidad se trata de territorios limítrofes, sólo separados por el estrecho de Bering, que tiene apenas 64 kilómetros en su porción más angosta, y que en tiempos remotos tal vez fuera una lengua de tierra a través de la cual poblaciones asiáticas emigraron a América.
Entonces no sólo cambia el observador su concepción de la geografía, también su concepción de la política, y hasta puede llegar a enterarse de que por ese estrecho pasaron más espías de uno a otro lado que por las fronteras de la Europa del Este. Y en ese momento le es revelado un nuevo aspecto de la Guerra Fría: el que la muestra como continuación de un conflicto dos veces centenario entre los Estados Unidos y Rusia, originado tanto en el comercio de pieles de Alaska como en la decisión americana de acoger judíos perseguidos por los zares desde el siglo XIX. A partir de ahí, es más sencillo comprender que los largos ciclos de la historia escapan a las divisiones en períodos, imprescindibles para la narración y su transmisión didáctica, pero que se han ido imponiendo desde lo ideológico. Y hasta es posible comprender la falacia de las oposiciones teóricas entre capitalismo y comunismo: el segundo fue una perversión autárquica del primero, y eso pone en tela de juicio las nociones de izquierda y derecha, por ejemplo, en tanto que pensamientos diferenciados: son nociones ideológicas, no racionales, y mucho menos científicas.
Un factor tan relevante como la redondez de los planetas es ignorado en gran parte de los análisis del proceso de globalización, que se inició aun antes de la aparición del sapiens, con las migraciones de los primeros homínidos en busca de terrenos propicios para la subsistencia. Es tremendamente liberador comprender este tipo de hechos, que dan al traste sin demasiado esfuerzo con lucubraciones teóricas acerca de los motores de la historia –como la lucha de clases o la contradicción maoísta– y con cualquier proposición teleológica de orden utópico: la historia no obedece a leyes sociales constantes ni tiene una finalidad definible. Sobre esto he escrito ya en estas páginas.
Cuando los padres fundadores de los Estados Unidos y los revolucionarios franceses de 1789 incluyeron entre los derechos fundamentales de la humanidad el de publicar y difundir sus ideas, dieron por supuesto que todo el mundo las tenía, y que esas ideas, por sí mismas, nacidas en el derecho natural a pensar, que no puede ser negado a ninguna persona viva, debían ser respetadas y escuchadas. Es cierto que todo el mundo tiene ideas, que todo el mundo piensa algo acerca de casi todo lo que ve, pero no todo el mundo tiene un pensamiento, no todo el mundo se toma el trabajo de elaborar un modelo flexible con los elementos que le proporciona lo real, de modo de conocer el mundo y, a partir de ahí, intervenir en él. Pero cuando se atiende a la ética el derecho a pensar puede –debería– constituir un deber.
El deber de construir(se) un pensamiento propio e independiente, racional y no ideológico, a la vez personal y comunicable. Todos somos maestros si somos libres: y sólo la verdad nos hace libres.