Por Jesús Ruiz Nestosa
SALAMANCA. - A los niños no hay que obligarlos a leer, “hay que sobornarlos, hay que empujarlos discretamente hacia los libros para que descubran por ellos mismos el inmenso placer que significa leer un buen libro”. Esto es lo que decía en un momento de la entrevista que nuestro diario le hizo a Mario Vargas Llosa en Buenos Aires, durante la polémica Feria del Libro.
Para llegar a ese “discreto empuje”, hay que dar, sin embargo, unos cuantos pasos que no se están dando por desinterés, por ignorancia, por falta de actualización, por una serie de circunstancias que no se dan porque es evidente que la gente, los técnicos en pedagogía, los expertos en educación, los participantes obligados de todos los foros que se realizan sobre el tema alrededor del mundo, no tiene ningún deseo de salir de la molicie, agotados por el esfuerzo continuado de hacer y deshacer maletas entre congreso y congreso.
Pero antes de ir a ellos, es muy difícil –aunque hay veces que se da el caso milagrosamente– que un niño lea en una casa donde no existe ninguna curiosidad por la lectura. Amplío la idea: en casas donde no existe un solo libro, ni siquiera ya la guía telefónica puesto que hoy los números se buscan en Internet o están archivados en el teléfono móvil. Una hija del ex presidente norteamericano Gerald Ford (1974-1977) que ocupó el cargo tras la renuncia del presidente Richard Nixon, enfrentaba muchos problemas en el colegio relacionados con la lectura. A ese nivel sólo se consulta a los especialistas más especializados. El diagnóstico fue sencillo: después de concurrir varios días a la Casa Blanca, el especialista se encontró que sólo había un libro: una Biblia que era lo que leía Ford todos los días. A lo que quiero llegar es que si un niño no ve leer a sus padres, difícilmente se entusiasmará por la lectura ni desarrollará interés hacia los libros.
Salvado el obstáculo de la familia surge el siguiente: la escuela, el colegio. En mi artículo anterior dedicado al centenario de la muerte de Emilio Salgari hablaba que leyendo sus libros cuando niño me entró el entusiasmo por la lectura. Quizá tendríamos que buscar por ese camino. Si no me equivoco, estamos pagando aquellos pecados de soberbia –porque éramos soberbios– de los años sesenta y setenta, cuando creíamos que todo debía ser sometido a análisis a manera de borrar cuanto sucedió entre el Big-Bang y el año de nuestro nacimiento. Aquellos “análisis de contenido” o “análisis ideológicos” que pusieron de moda Armand Mattelart y Ariel Dorfman (“Para leer al Pato Donald”, Siglo XXI, Buenos Aires, 1971) hicieron que desaparecieran de nuestro horizonte esos cuentos estremecedores que nos contaba nuestra abuela, aquellos cuentos que se contaban en los pueblos, terroríficos de poner los pelos de punta. Aquel error nunca fue subsanado. Por el contrario, la lectura que se estimula hoy es la de “contenido”, la que enseña la convivencia, la tolerancia, la pluralidad, el “enfoque de género”, el multiculturalismo y otras cosas similares; muéstrenme al niño que está interesado por esos temas. No insistan en buscarlo porque no existe. Yo, a mi hijo, de pequeño, le leía antes de dormir todos esos cuentos que entonces recomendaban tirar a la hoguera: cuentos con brujas, con fantasmas, con gente que metía al malo en una enorme olla de aceite hirviendo, y “Juan sin Miedo” que debía enfrentarse a un fantasma terrorífico durante una larga noche en un castillo abandonado. Veinte años más tarde no ha mostrado ninguna de las taras por entonces anunciadas.
En lugar de recurrir a tantos pedagogos en los que la ciencia ha terminado por ocultar a su sujeto, en este caso el niño, tendrían que participar en menos congresos y pasar más horas con sus alumnos y, sobre todo, escucharlos que tienen muchas cosas que enseñarnos. El proyecto de “una computadora por niño” no hará ningún milagro, ya que sólo le estamos dando una herramienta para que construyan sus propios proyectos. Pero alguien tendrá que realizar los planos de tales construcciones y esto es lo que hay que enseñarles.