Por Juan Ramón Rallo
Libertad Digital, Madrid
Con la losa de los cinco millones de desempleados encima, puede que resulte de interés explicar someramente a qué se debe esa lacra social conocida como paro.
Por empleo cabe entender el trabajo remunerado y por cuenta ajena: son los servicios que el trabajador desempeña dentro de un plan empresarial dirigido a lograr un lucro monetario. Es decir, en toda relación laboral hay un capitalista que arrienda los servicios de otra persona –el trabajador– a cambio de una remuneración –el salario– que el primero abona con cargo a su capital, es decir, a su ahorro (el salario es un adelanto en el presente de las ventas futuras del capitalista).
El salario que obtiene el trabajador depende de dos elementos: uno, el valor de sus servicios laborales dentro del plan de negocios del empresario (su productividad); dos, de lo fácilmente sustituible –por otros trabajadores o por otros factores productivos– que sean esos servicios. Así, por ejemplo, las funciones muy valiosas pero que todo el mundo puede desempeñar tienden a ser poco remuneradas. Si un empleado desea aspirar a salarios más altos, deberá incrementar su productividad y su diferenciación en relación con el resto de factores competitivos. Subir los salarios por decreto es una mala opción, pues si el salario exigido por el trabajador o fijado por el Gobierno supera su productividad, éste no será contratado (pues el capitalista le estaría adelantando más dinero del que espera recuperar con sus servicios) y el puesto quedará vacante o será cubierto por otros factores cuyos precios no están regulados.
El paro, por consiguiente, es consecuencia de que los empresarios no encuentren a trabajadores que encajen dentro de sus planes y que exijan una remuneración igual o inferior a su productividad o de que los trabajadores no encuentren a empresarios dispuestos a abonarles el salario que ellos exigen.
Cuando la causa de esta falta de conexión entre trabajadores y empresarios sea simplemente la insuficiente coordinación entre unos y otros, suele hablarse de "paro friccional": aquel desempleo, generalmente de corta duración, que resulta de los reajustes entre unos empresarios que quieren modificar su plantilla y unos trabajadores que desean cambiar de compañía. Cuando un país sólo padece desempleo friccional suele decirse que se encuentra en una situación de "pleno empleo técnico".
Otras veces, sin embargo, el desempleo tiene causas más profundas y estructurales: si la inmensa mayoría de proyectos empresariales de un país son incapaces de generar una sustanciosa riqueza adicional –pues nadie, ni dentro ni fuera de ese país, está dispuesto a pagar lo suficiente por su nueva mercancía–, los capitalistas sólo podrán ofrecer salarios muy bajos que los trabajadores o se negarán a aceptar o tendrán prohibido aceptar debido a la existencia de salarios mínimos en forma de leyes o de convenios colectivos.
En esas situaciones puede hablarse de un "desempleo estructural": a corto plazo, los empresarios son incapaces de trazar planes de negocio que generen la suficiente riqueza como para que sea rentable contratar a trabajadores al salario que solicitan o que se les impone que soliciten. Esa incapacidad puede ser responsabilidad del capitalista, del trabajador o de ambos; el capitalista puede haber inmovilizado su ahorro en forma de un equipo productivo que se ha quedado súbitamente obsoleto y sin demanda (por ejemplo, las cementeras que abastecían a las constructoras), lo que le impide rentabilizar a un trabajador dentro de esas estructuras; el trabajador, por su parte, puede carecer de formación o puede haberse especializado en ciertas áreas que también hayan quedado obsoletas (como ocurre parcialmente con los arquitectos), todo lo cual obstaculiza que los empresarios puedan pergeñar e incorporarlos dentro de planes de negocio donde es necesaria otra especialización.
La solución al desempleo estructural no es sencilla ni, sobre todo, inmediata. A corto plazo, lo máximo que puede hacerse es eliminar todas las regulaciones que añadan costes redundantes a la contratación (por ejemplo, costes por despido o liberados sindicales) y que socaven la flexibilidad salarial. Con ello será posible que una parte de la fuerza laboral encuentre ocupación: aun cuando sea poco productiva dentro de los actuales planes empresariales, la eliminación de costes artificiales y la minoración salarial facilita que aquellos que se contenten con bajos sueldos puedan encontrar trabajo.
A largo plazo, no obstante, la única solución pasa por un reajuste de la estructura productiva. Los empresarios tienen que generar nuevos bienes de capital con los que poder fabricar las mercancías que sí demandan los consumidores nacionales y extranjeros y los trabajadores deben adaptar su formación para encajar adecuadamente en esos nuevos planes de negocio. Para todo ello, es menester generar un clima favorable a la inversión a largo plazo, tanto en capital físico como en capital humano: altas tasas de ahorro, tributación moderada, ausencia de rescates indiscriminados de los sectores moribundos, certidumbre legislativa, independencia judicial, sistema educativo de calidad, dinámico y adaptable a los cambios del entorno...
Así las cosas, debería resultar evidente por qué no debemos caer en la treta keynesiana de que el desempleo es consecuencia de una insuficiencia de demanda: no se trata que, de repente, la sociedad se haya vuelto loca y haya dejado de consumir e invertir, sino de que ciertos consumos basados en un crédito muy inflado (como la vivienda) han devenido ruinosos y de que la inversión no puede reanudarse sin que los empresarios localicen las nuevas oportunidades de negocio y exista ese clima amigable con la misma que acabo de describir. Los planes de estímulo de la demanda sólo generan aumentos transitorios e insostenibles del empleo con cargo a mayores impuestos futuros (y, por tanto, a menor inversión y empleo de calidad).
Los políticos españoles lo han hecho todo al revés y lo ha pagado con cinco millones de parados: ante una economía que necesitaba una reconversión generalizada, ni flexibilizaron el mercado laboral por complicidad con los sindicatos, ni renunciaron a las drogas estimulantes, ni han favorecido un clima que incentive la inversión a largo plazo –el país padece una tributación cada vez más salvaje, una absoluta incertidumbre legislativa, rescates a diestro y siniestro, un sometimiento radical del poder judicial al ejecutivo, la destrucción de su sistema educativo...–. España, para desgracia nuestra, es un caso de manual de cómo perpetuar el pleno desempleo.