Por Carroll Ríos de Rodríguez
La concepción del primer Día de la Tierra, el cual se llevó a cabo el 22 de abril de 1970, es parcialmente responsable de la politización del movimiento ambiental. El senador Gaylord Nelson, representante demócrata del Estado de Wisconsin, Estados Unidos, se atribuye la autoría de este día. Él se movió para que se realizaran grandes manifestaciones y otras actividades públicas en diversas ciudades estadounidenses. Nelson quería capturar el activismo de protesta, exhibido principalmente por jóvenes universitarios, quienes por esos años abanderaban la oposición a la guerra en Vietnam. Así admite el propio Nelson: “Si pudiéramos aprovechar las preocupaciones ambientales del público en general e infundir la energía de la causa estudiantil contra la guerra a la causa ambiental, podríamos generar una demostración que obligaría incluir el tema en la agenda política nacional”.
Dicha cita aclara el método y el objetivo del Día de la Tierra. Intenta construir un grupo de presión numeroso y vociferante, capaz de llamar la atención de votantes y políticos hacia el tema ambiental. Pero el objetivo iba más allá de potenciar la conciencia ecológica del público—se trataba concretamente de influir en la agenda política nacional. Quizás debido a su profesión, Nelson pensaba que la solución a la problemática ambiental provendría de la legislación, y de categoría federal, no local. Los grupos de presión generan, en las democracias, una demanda política. La clase política responderá a esta presión si el grupo representa suficientes votos que reclaman el mismo conjunto de intereses, y si son hábiles operadores.
La politización del movimiento ambiental tiene dos consecuencias negativas, a mi juicio. La primera es el manejo del miedo. En la política se usa el miedo para procurar cambios. Una pancarta del primer Día de la Tierra era alarmante: “Tierra: Que Descanse en Paz en 1990”. La hecatombe no ocurrió ese año—más bien fue el año que la ONU mundializó la celebración... y nos siguen pregonando pavorosos futuros próximos. La mentalidad de crisis es mala consejera para tomar decisiones sensatas; usualmente estamos dispuestos a incurrir en cualquier costo y a tolerar mediocres propuestas de solución, movidos por la sensación de prisa y por el temor.
El segundo defecto es concebir la vía política como la única capaz de salvar el planeta. Procedemos como si lleváramos anteojeras de caballo: nos mentalizamos a que sólo se puede conservar y proteger a fuerza de legislar, regular, establecer burocracias específicas y nacionalizar recursos naturales. Acusamos a eventuales críticos de esta estrategia de ser destructores, egoístas y más. Y nos cegamos a los eventuales fallos y la corrupción en las políticas públicas, aunque los costos incurridos en soluciones fallidas sean altísimos. Esta visión estrecha es lamentable y dañina para el ambiente, pues existe abundante evidencia de la efectividad de soluciones alternas, privadas y voluntarias, para proteger el ambiente.