Domingo Faustino Sarmiento, provinciano en Buenos Aires, porteño en las provincias, argentino en todas partes, ha sido para los argentinos una de las más controvertidas figuras de la historia. Sin embargo, nos ha instado a indagar en testimonios, sean estos los legados de apologistas o detractores. Pero, fundamentalmente, en los objetivos elementos de juicio subyacentes en su obra, su impoluta trayectoria y su indiscutible personalidad avasalladora.
Cuando se bucea en los cincuenta y dos tomos que integran su fructuosa labor –incluso “Conflictos y Armonía en las Razas de América”, obra que escribía poco antes de su fallecimiento- se advierten las dificultades en la elección de temas. En parte por el riesgo de ser parcial, en casos a ser remanido y en otros a ser superficial, puesto que el no haber participado de una época determinada, puede provocar tangencialidad en las vivencias o en la interpretación de los hechos.
Domingo Faustino Sarmiento impuso el principio de autoridad y terminó con las revoluciones del Siglo pasado (nos referimos al siglo XIX). Si tuvo un fanatismo fue el del progreso, sacando al país del pantano, al que en la actualidad, curiosamente, pareciera que nos intentan sumergir peligrosas regresiones al oscurantismo medieval.
Sarmiento acicateó a unos y a otros, aún a costa de insultarlos, e interesó a todos por las obras –fueran materiales o culturales- cosa que ha sido grande y excelente.
Su cerebro segregaba ideas y proyectos permanentemente, haciéndolo con toda ejecutividad en todos los casos....
Se le imputó ser determinista y fatalista. Pero ¡cómo habría de ser determinista, quien consideraba al ser humano modificable por la educación!
El interrogante ha sido saber dónde residía su fuerza...
No fue un moralista. Escribió en toneladas de papel y ríos de tinta, que supo verter contra individuos e ideas, no contra vicios o defectos. Salvo los vicios y defectos políticos, condenando fundamentalmente la hipocresía.
Estaba convencido de su propia valía, de su derecho a mandar; el saberse con más talento que los demás y arraigada convicción de su valer fueron la razón de su fuerza. Se criticó implacablemente su obra e insultada su persona –hasta le llamaron asesino- pero jamás alguien dijo que fuera mediocre o pequeño. Y en sus años postreros, hasta sus propios enemigos le respetaban e incluso le amaban.
Otra de sus fuerzas fue su honradez, tan insólita virtud en nuestros días. En especial lo que se ha dado en llamar “la clase política”...
Sarmiento nunca utilizó el poder para lograr bienes materiales en beneficio propio. En tiempos de Presidente, su hija fue simple maestra en San Juan. Con él, de nada valían “las cuñas o acomodos”.
Es más, su honestidad prevaleció incluso sobre la amistad y así aplicó sanciones a los dos militares que contribuyeron a su presidencia: la prisión a Arredondo y la destitución a Mansilla. Hubo quienes le tildaron de ingrato, pero la verdad es que fue justo y disciplinado.
Monseñor Franceschi –paradigma de la intolerancia finisecular- contundentemente apabullado en aquella famosa polémica sobre “La Cuestión Social y los cristianos sociales o La cuestión social y un cura”, por la erudita sapiencia del insigne don Lisandro de la Torre, político y masón, supo decir de Sarmiento: “Hay algo en él que impide odiarlo”.
Innumerables hechos de su vida lo hacen trascender como un eximio jurista. Lo era, aún más, en su autodidacta formación legista y tal vez, por carácter transitivo, un gran estadista.
Fue criticado por “abominar a los indígenas”, sin embargo en sus comentarios a un libro de su amigo Lastarría (1844) dice Sarmiento: “...Hablábamos con respecto a la violación de los principios del Derecho de Gentes para con los salvajes. Este Derecho supone Gente, Naciones que pactan entre sí, que se respetan, que reconocen Derechos y reclaman y esto no puede tener lugar en las luchas que sostienen las naciones civilizadas con los salvajes, en las que para medir la justicia de los Procedimientos recíprocos, bastaría apreciar el estado de civilización de unas y de otras.”
“No es nuestro ánimo abogar por las inútiles crueldades –continúa Sarmiento- cometidas contra los indios, pero no podemos menos que reconocer en los pueblos civilizados, cierto odio y desprecio por los salvajes, que los hace crueles y sin escrúpulos; y ese odio y ese desprecio eran tan patentes en los Conquistadores contra los indios y los infieles, que se discutió largo tiempo entre teólogos y sabios si los indios eran hombres”. (Al respecto, debería incursionarse en los resultados de aquella Bula papal, que en su tiempo, dirimió tan delicada discusión...)
Estando Sarmiento en Chile –1864- desempeñando una misión diplomática y de paso hacia los Estados Unidos de América, se suscitó un entredicho con los gobiernos de España y el Perú. España había tomado la isla peruana de Chincha por la fuerza. Ante tal atropello, Sarmiento salió en defensa del país avasallado diciendo: “Las Repúblicas sudamericanas pertenecen a la comunidad de los pueblos regidos entre sí por el Derecho de Gentes; existen por su Derecho, conquistado heroicamente y asegurado por el consenso de todas las naciones, sin que aquella de la que se segregaron pueda negar su existencia por falta de Tratado o Reconocimiento explícito. Después de cuarenta años de renuncia a toda pretensión de dominio y en virtud de la aprobación de los Tratados de Ayacucho, que terminaron la guerra entre la Metrópoli y las que fueron sus colonias”.
Consecuente con aquel principio, Sarmiento preconizó el Arbitraje en asuntos de diferencias internacionales. Por ejemplo, las suscitadas por cuestiones limítrofes o el cobro compulsivo por deudas de guerra, para lo cual, aconsejaba entablar la demanda entre la Corte federal del país deudor o someterlo al arbitraje de un Juez imparcial que determinaría sobre el asunto en disputa. La sugerencia de Sarmiento se hizo Derecho.
Este perfil de hombre imbuido del valor de las leyes, lo trasuntó también en su inconclusa obra “Conflicto y Armonía en las Razas en América”. Allí, señala que: “A la época más o menos que se suprimían en España los Derechos de la Defensa y Garantías contra Procedimientos Arbitrarios, se obtenía en Inglaterra del Rey Carlos II, el Escrito de Habeas Corpus, por el cual nadie puede ser retenido en prisión sin orden de Juez competente. Tres siglos y medio debieron transcurrir para que, en nuestro país, por declaraciones parciales del derecho y más tarde por las Declaraciones y Garantías que proceden y limitan nuestras Constituciones, se restableciesen aquellos Derechos naturales al hombre, asegurados al pueblo por el Derecho Romano y a los españoles por las Partidas de Alfonso el Sabio y de que fueron despojados por la perversidad de un cardenal, autor de la Inquisición”.
La propia Doctrina Monroe, fue, en su origen, la protesta de Inglaterra y Estados Unidos contra toda intervención europea que tuviese por objeto, como lo intentaba la Santa Alianza, la proscripción de principios del gobierno libre en América del Sur, como habían sido proscritos en Europa después de 1815.
La Doctrina Monroe al asegurar la independencia de las Colonias, -de suyo independientes y asegurando el derecho de las colonias a emanciparse, que los Estados Unidos habían proclamado en su Declaración- no comprometía la soberanía inglesa donde se conservaba. Fue de acuerdo con Inglaterra y a instancias de George Canning, que vino la Doctrina Monroe al mundo.
La historia es la narración de los hechos del pasado, es decir, el testimonio del desarrollo de los acontecimientos del hombre en su accionar trascendente. Ella debe puntualizar la verdad. Por eso es que Sarmiento también incursionó por los caminos de la historia, realizando estudios que lo colocan entre los que procuraron –como él- penetrar con profundidad en los acontecimientos. Con esa intensidad que tienen los que son capaces de ahondar en el espíritu de los seres y de las cosas, a través de la meditación y la filosofía.
Meditación y filosofía, cosas de las que hoy carece un mundo cuya virtualidad, pareciera suplantar los estadios de la realidad...