Por Eliécer Calzadilla
El castellano que hablamos los venezolanos se parece al país de estos últimos años. Quien desee constatar nuestra decadente manera de expresarnos sólo tiene que leer el examen de un bachiller o de un estudiante universitario. El discurso de gobernantes, parlamentarios y políticos del régimen ha contribuido en gran medida al empobrecimiento de nuestra manera de hablar. Una sarta de consignas y clichés, y refritos sacados del basurero de la historia política del siglo XX, conforman el nervio argumental de los voceros del régimen, cuando no son el insulto, el grito soez o la adulante alabanza al comandante-presidente los ejes del discurso.
En general, la pobreza de nuestro lenguaje se materializa en la escasez de ideas, en los lugares comunes, en la ausencia de reflexión crítica, en el rezago del conocimiento, en los escasos espacios para la irreverencia, el desafío y la inconformidad que enfrenten la mediocre y rutinaria vida académica de nuestros claustros universitarios y el insoportable “cabezahuequismo” de un grueso sector de la clase media venezolana, que sigue teniendo al modelo de automóvil, y ahora al del BlackBerry, como símbolos visibles de la construcción de sus vidas personales.
Si se me permite ir más lejos, considero que nuestro castellano está atravesado por el miedo. La atmósfera de temor en que vivimos condiciona en buena medida la forma mezquina de expresarnos. Desde esta provincia identifico algunos espacios de inteligente singularidad: el trabajo historiográfico de estos años, los esfuerzos del cine, la explosión caraqueña del teatro, la investigación sobre pobreza de la Universidad Católica, el lugar periodístico A tres manos del diario El Nacional, uno que otro programa radiofónico, unos cuantos articulistas y, obviamente, revistas y publicaciones que se distancian de lo ordinario. Pero son las excepciones.
Desde hace años observo cómo el lenguaje carcelario se cuela en diversos sectores de la sociedad venezolana.
Jóvenes universitarios repiten con solvencia la jerga de la cárcel. En un tiempo pensé que desde las telenovelas en las que se personifican delincuentes, el lenguaje hamponil se extendía a todos los estratos. Pero el argot carcelario va también de la celda al barrio. Quebrar por matar, palos por millones, recibir un quieto por padecer un atraco, son expresiones comunes del habla coloquial.
Advierto que no soy conservador, ni en el lenguaje ni en nada, que me gusta que el lenguaje evolucione, se modifique o enriquezca con aportes de distinto origen, la cárcel incluso. Lo que intento destacar es la pobreza con la que hablamos y pensamos en estos días.
Por eso, por la pobreza y la decadencia, me interesan los significados del sustantivo carcelario de moda, el “pran”. Quienes siguen la calamidad que en corrupción, derechos fundamentales y ridículo bélico-policial ilustra la crisis carcelaria venezolana, en especial lo de la cárcel El Rodeo, habrán aprendido lo que “el pran” significa: un preso que es también jefe, juez, comandante armado y ministro de comercio de un establecimiento penitenciario venezolano, con poder de decidir cuánto paga a la semana cada recluso, quién debe ser violado y quien no dentro del penal, y quién vive, muere o debe ser secuestrado, dentro y fuera de la cárcel.
Escarbo en el pastizal de las refritas ideas que el régimen adopta como discurso y promesa y veo la del “hombre nuevo” -que el Che Guevara recalentó de la cocina del mito del buen salvaje y la utopía-, y observo que el hombre nuevo cubano es un balsero que huye. Temo, con fundadas razones, que el hombre nuevo de la revolución chavista es “el pran”.