El Presidente Ollanta Humala inició esta semana una gestión que apunta hacia lo que un buen número de personas que optamos por él en la segunda vuelta electoral que lo enfrentó a la señora Keiko Fujimori previmos: un manejo ortodoxo de las cuentas públicas y la moneda, un fuerte énfasis en mejorar la distribución de una prosperidad creciente que, sin embargo, deja fuera de la fiesta a demasiados ciudadanos, y una política exterior con guiños a la izquierda latinoamericana dentro de una prudencia dictada por la necesidad de mantener buenas relaciones con los muchos gobiernos que no pertenecen a esa familia, incluyendo, por cierto, a los latinoamericanos y son hoy un referente importante de un Perú más insertado en el mundo.
Es lo que se desprende de tres elementos: el constante esfuerzo del mandatario entrante por tranquilizar a los escépticos y desmentir a los alarmistas, una parte de ellos interesados en que sus pronósticos se cumplan para mantener cuotas de poder; el nombramiento de un gabinete de ministros mixto y equilibrado; y las condiciones muy peculiares en que se estrena el nuevo gobierno, de contrastes económicos y sociales, y fragmentación política.
Dos ministros relacionados con el manejo macroeconómico -Julio Velarde, presidente del Banco Central, y Miguel Castilla, ministro de Economía- son funcionarios heredados de la administración saliente, y a ellos se suman perfiles como el de Kurt Burneo (ministro de Producción) que tienen credenciales de sensatez económica relacionadas con su paso por el gobierno de Alejandro Toledo. Para no hablar del perfil empresarial del propio primer ministro, Salomón Lerner, y del ministro de Transportes y Comunicaciones, Carlos Paredes. Este es el marco en el que los esfuerzos redistributivos, que tienen como gran punto de partida el objetivo de centralizar el gasto social hoy caóticamente disperso en distintas dependencias y ampliarlo, se llevarán a cabo. Como es inevitable, los sectores de izquierda presionarán a los dueños de la caja fiscal y los responsables de la política monetaria en función de sus objetivos, y éstos, muy conscientes de que el reclamo de al menos un tercio de la población fue determinante para el ascenso político del nuevo presidente, tendrán que hilar muy fino para no matar a la gallina de los huevos de oro -la economía del Perú ha crecido 50 por ciento en los últimos años y tiene un ritmo de inversión que bordea el 24 por ciento del PIB- y al mismo tiempo incorporar hoy al reparto de la riqueza a por lo menos nueve millones de personas que la sienten ajena.
Pero sería un error creer que sólo la distribución determinará el éxito o fracaso. Un reclamo tan urgente como ése es el de la seguridad. En todos los niveles sociales, pero especialmente entre los más pobres la delincuencia y la sensación de que las instituciones del Estado no los protegen ha pasado a ser una preocupación muy grave. Es uno de los grandes fracasos de un gobierno de Alan García que exhibe éxitos en otros campos. El ofrecimiento de seguridad hecho por Ollanta Humala durante toda su campaña y sus antecedentes militares han despertado en un amplio sector de la población la esperanza de que el empeño en derrotar a la delincuencia lo desvele. La expectativa por lo que pueda hacer su ministro del Interior -Oscar Valdés, un ex militar con el que una vieja tiene relación- es tan grande como la que habrá sobre el Ministerio de Desarrollo e Inclusión Social que ha anunciado el gobierno.
A lo cual se suma un tercer reclamo: moralidad. La sensación de que las instituciones públicas del Perú viven sumidas en una corrupción sin límite ha deteriorado profundamente la respetabilidad de los partidos políticos y al sistema democrático en su conjunto. En parte esto es lo que explica el riesgo para la democracia peruana que se hizo patente en las últimas elecciones con el protagonismo del fujimorismo, paradójicamente el más corrupto de los gobiernos anteriores. Si el Presidente Humala no da una clara señal de que esto empezó a revertirse con él, el escepticismo ciudadano debilitará su posición de cara a los retos antes mencionados. Parece consciente de ello, como lo sugieren sus recientes presentaciones públicas.
Sin embargo, se presenta una situación compleja. Algunos de los parlamentarios allegados al gobierno querrán investigar los casos de presunta corrupción del gobierno de Alan García, que pretende volver al poder en 2016. No investigarlos proyectaría la imagen de un pacto o componenda; hacer de las investigaciones un circo, ayudaría mucho a García a presentarse como la víctima de una persecución de mediocres. De hecho, su estrategia ya apunta a eso, como lo prueba el que amenazara, días antes del 28 de julio, con no acudir a la toma de posesión para no exponerse a los abucheos padecidos al final de su primer gobierno, que acabó en un infierno de hiperinflación, corrupción y violencia. Con ello estaba ya deslegitimando al nuevo Congreso y restándole seriedad a todo esfuerzo de investigación futura.
Una de las decisiones más interesantes del Presidente Humala es la de colocar a la cabeza de la Cancillería a un intelectual, Rafo Roncagliolo, muy cercano al nuevo primer ministro, a quien nadie tenía en su radar. Es ajeno a Torre Tagle, tiene raíces firmes en la izquierda aunque su perfil es moderado y ha colaborado muy activamente con la democracia desde los años 90 en conjunto con sectores liberales. Como todas las Cancillerías pero quizá con más énfasis que en otras, Torre Tagle tiene facciones que usan a ex embajadores y a medios de comunicación para librar batallas internas y juegos de poder. Un Canciller ajeno a ello, y por tanto capaz de dirigir una política que disuelva o al menos atenúe estas rivalidades y haga buen uso de los excelentes profesionales que ofrece el servicio diplomático, es algo que el Perú necesita a gritos.
Se le plantea a Humala, como a todo gobierno de centroizquierda (como él prefiere llamarlo, de "concertación") el dilema de cómo relacionarse con Venezuela y los países del Alba. Casi todos los gobiernos de la izquierda moderna o liberal -Chile, Brasil, Uruguay, Costa Rica- en años anteriores mantuvieron muy cordial trato con ese grupo por razones de política interna o por lo que podríamos llamar nostalgia política, pero cuidándose de hacer de ello una militancia que supusiera una amenaza a las relaciones políticas y comerciales con las democracias liberales, un enfrentamiento con Estados Unidos o una señal ideológica negativa para los capitales. Sólo en algunos casos -como el de Lula Da Silva- se fue por momentos demasiado lejos en esta vía y las consecuencias se hicieron notar. Pero Dilma Rousseff ha moderado mucho esa herencia y hoy, desde la posición de un Brasil muy influyente en la región, practica la política del "juntos, pero no revueltos" con el Alba. Todo apunta a que el gobierno peruano optará por una línea parecida.
Nada hace pensar que las relaciones con Chile, Colombia o México, países que Humala visitó como Presidente electo y que están gobernados por la centroderecha, serán socavadas o ensombrecidas por una cercanía con los países del Alba. El Canciller ha dicho con claridad que para pesar en el mundo la región sudamericana, a la que se va a apostar con fuerza, tiene que actuar integrada. Eso requiere buenas relaciones con países ajenos al Alba, pues varios están en Unasur. Además, el nuevo Canciller ha afirmado que, sin caer en la creación de bloques ideológicos, quiere fortalecer la presencia peruana en otras zonas, como la del Pacífico.
Las relaciones con Chile han sido un tema de preocupación en relación con el nacionalismo liderado por Ollanta Humala. Soy de los que han dicho que, precisamente por los antecedentes complejos, se abre una gran oportunidad de pasar página de una vez por todas a los conflictos del pasado, o, para decirlo de otro modo, para que la relación pase del acné de la adolescencia a las canas de la madurez. Si alguien tiene autoridad ante los sectores más nacionalistas del Perú para encauzar las relaciones con Chile por buen camino es aquel a quien nadie puede acusar de "entreguista" o "traidor a la patria", como cierta prensa, algunos ex embajadores y pequeños pero vociferantes sectores políticos hacían cada vez que parecía haber un avance. Si, aprovechando bien las concesiones inteligentes que el gobierno de Sebastián Piñera pueda hacer de tanto en tanto sin generarse problemas internos, Humala logra normalizar el clima bilateral y por tanto humanizar al "ogro" de cara a los más recalcitrantes, ambos países habrán dado un salto de gigante hacia la integración.
Como se sabe, les tocará a Ollanta Humala y a Sebastián Piñera el fallo de La Haya. Por lo pronto, como sólo falta la etapa oral, la buena noticia es que el largo proceso de presentación de documentos -hasta llegar a la dúplica- ha terminado. Por tanto, se reducen las posibilidades de que La Haya enturbie la relación bilateral. Desde luego, es previsible que el fallo deje descontento a alguien. Pero Humala tiene una ventaja doble, que puede ayudar a evitar que el litigio impida una relación madura: nadie podrá acusarlo, en el caso de que el fallo resultase negativo al reclamo peruano, de responsabilidad en ello, pues los documentos fueron elaborados y presentados antes de su llegada al poder por un equipo que no nombró; y en cualquier caso, lo peor que podría pasarle a Lima es que La Haya deje las cosas como están, con lo que en términos de dominio marítimo no cambiaría nada. Mucho más delicada es la situación de Chile, pues basta que La Haya conceda una pizca al Perú para que Santiago pierda algo. Pero Piñera ha dicho categóricamente que respetará el fallo.
El Canciller Roncagliolo no proviene de sectores nacionalistas. Se apresuró, incluso, ante unas declaraciones no del todo felices del futuro ministro de Defensa, el ex militar Daniel Mora, actual dirigente del partido de Toledo, a desmentir que el Perú pretenda armarse para hacer frente a determinado fallo en La Haya.
Quizá, y volviendo para terminar a la política interna, el reto más complejo, desde el punto de vista político, será en estos años mantener a la concertación o coalición política razonablemente unida y afianzada. Si en todo gobierno hay tensiones internas, es previsible que las haya aún más en uno que reúne a sectores de izquierda y derecha, y que dependerá en el Congreso del apoyo de partidos ajenos, en este caso Perú Posible. El partido del ex Presidente Toledo vive hoy una crisis interna producto del doble trauma de la derrota -quedaron cuartos en una elección que creían tener ganada- y de haber tenido que apoyar a Humala después de haber sido sus enconados adversarios. Con esto último tomaron, a su juicio, el riesgo de quedar reducidos a la condición de socios menores y por tanto pagar el precio de los pasivos sin beneficiarse de los activos (como le sucedió al Partido Popular Cristiano con Fernando Belaunde en 1980-85 y al Frente Independiente Moralizador con Toledo en 2000-05). Aunque Perú Posible tiene participación en el gabinete, es pequeña y las constantes referencias a la "deuda" que tendría el nuevo mandatario por la contribución de esta agrupación a la victoria de Ollanta Humala no han ayudado a crear un clima de colaboración. En un escenario en el que sectores de la derecha fujimorista están activos en el intento por destruir al nuevo gobierno desde hace meses, es doblemente delicado.
Se suma, por supuesto, a este problema el hecho de que sectores de izquierda que también se sienten acreedores de Humala por haberlo apoyado desde la primera vuelta presionarán a los sectores de centroderecha vinculados al manejo macroeconómico para soltar más dinero y permitir una mayor distribución. Ese forcejeo, que se da en todo gobierno, es inevitablemente mayor en un gobierno de concertación o coalición como éste. Dependerá mucho del liderazgo de Ollanta Humala que los desencuentros y tensiones nunca desborden el marco de lo manejable. De lo contrario, el único beneficiario será el sector antidemocrático al que me referí antes.