BERLIN. - Los alemanes no quieren olvidar el horror. Hacen bien. El arrepentimiento no consiste en ignorar los crímenes propios, sino en tenerlos presentes a cada momento, para que el dolor y la vergüenza nos impida volver a cometerlos. Esa es la función de la culpa.
Berlín no sólo es la capital de Alemania: también lo es de la pena que hoy siente esa sociedad alemana actual por los crímenes cometidos por las generaciones de los nazis y de los comunistas. En una plaza especialmente hermosa de la ciudad hay un edificio esbelto que lleva el nombre de “Topografía del Terror”. Más que un museo es un latigazo en la conciencia. Alberga explicaciones claras y pedagógicas de cómo los nazis tomaron el poder en 1933 y de las instituciones que luego desataron la más cruel carnicería de la historia: la Gestapo, las SS, el siniestro circuito de campos de concentración donde exterminaron a millones de personas. En las paredes, junto a Hitler, están sus principales cómplices: Himmler, Goering, Eichmann y el resto de la banda criminal.
Hay una sección especial dedicada a las víctimas. En primer lugar, claro, están las razas enemigas encabezadas por los judíos. Los nazis los odiaban y los responsabilizaban de casi todos los males que aquejaban a la sociedad. Mataron a seis millones. No los exterminaron a todos porque los aliados lo impidieron, pero ese era el propósito. Borrarlos de la faz de la tierra. Los gitanos eran la otra etnia destinada a la extinción. Más que odiarlos, los despreciaban como seres subhumanos. Varios cientos de miles fueron asesinados en los campos de la muerte.
Junto a las razas enemigas estaban las personas “defectuosas” por sus taras biológicas: los discapacitados y los homosexuales. Para los nazis, la homosexualidad era una desviación de la normalidad biológica que se corregía con la muerte. Junto a ellos comparecían los enemigos del Estado, especialmente los comunistas, porque dentro de las rabiosas fantasías ideológicas de la tribu nacional-socialista, pese a las numerosas coincidencias que la acercaba a los marxistas-leninistas –el culto por el Estado, el desprecio a las libertades individuales y a las instituciones liberales, el apego a la planificación económica, la subordinación al caudillo–, los comunistas eran los enemigos políticos principales y se les debía reeducar o matar sin contemplaciones.
El extraordinario Museo Judío de Berlín tiene una belleza sobrecogedora en la que la Estrella de David se ha descoyuntado en pasillos y galerías de piedra iluminados por altos ventanucos. Ahí se cuenta la cruel historia de una persecución milenaria organizada por los cristianos desde el siglo IV, cuando la secta se convirtió en la religión oficial de Roma y comenzaron a martirizar a sus antiguos compañeros de la sinagoga, creando una tradición de horror que culminó en el nazismo muchos siglos más tarde. Hay una galería, la de las “Hojas caídas”, Shalekhet, donde uno camina sobre rostros de metal desfigurados por un rictus doloroso, del tamaño de platos, cuyo ruido transmite la punzante agonía intermitentemente padecida desde entonces por el pueblo judío.
En su afán de no olvidar, los alemanes, sabiamente, han dejado en las calles el trazado del muro levantado por los comunistas para impedir la huida de los berlineses rumbo a Occidente. Es una cicatriz de piedra que recorre la capital de Alemania, interrumpida a trechos por restos de aquel infame paredón que semejaba una llaga abierta sobre la espalda de la sociedad. A veces esa dolorosa huella coincide con placas de metal incrustadas en el suelo que recogen los datos estremecedores de judíos asesinados por los nazis cercanas a las de los alemanes asesinados por los comunistas cuando trataban de escapar. Dios cría a las víctimas y ellas se juntan. Lo mismo sucede con los criminales.
La cárcel de la Stasi, la temible policía política de los comunistas, sucesora de la Gestapo de los nazis, y a la que tanto se parece, está hoy abierta al público. Me la enseñó uno de sus guías: un cubano-alemán llamado Jorge Luis García Vázquez, humilde y brillante, quien la conoció como preso político y hoy se dedica a mostrarla y a recopilar información histórica sobre las relaciones entre este monstruoso cuerpo represivo y los camaradas del mundo entero. Cuando García Vázquez, en época de la Alemania comunista, fue deportado a Cuba porque descubrieron que pensaba fugarse, comprobó en la Isla que sus compatriotas seguían de cerca los métodos represivos de la Stasi. La cárcel política cubana era un remedo de la alemana. La Stasi era la madre y maestra de la Seguridad del Estado en Cuba.
“Nunca más”, es el grito de las víctimas del siglo XX en todas partes. “Nunca más”, les responden los berlineses. No quieren olvidar. Hacen bien.
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