Por Jesús Ruiz Nestosa
SALAMANCA. - Frente a su palacio, había colocado una escultura para disfrute de sus ojos y su vanidad: una gigantesca mano dorada –todo lo que era oro le cegaba– apretando entre sus dedos un avión de combate; un avión del “imperio”, desde luego, destrozado. Sus enemigos hoy se sientan o se ponen de pie sobre esa mano para hacerse fotografías con el palacio al fondo poco menos que en ruinas.
La mano no deja de ser simbólica en estos instantes en que Muamar el Gadafi se aferra al poder del mismo modo que esos dedos se aferran al avión. El poder, como el avión, está también destrozado. En el momento de escribir estas líneas no se sabe dónde se encuentra; pero desde el sitio donde esté, sigue alentando a quienes aún le guardan lealtad, que combatan a esas “ratas” a las que, una vez que regrese “las perseguirá calle por calle, casa por casa, hasta exterminarlas”. Esas ratas son los libios que, hartos de su irracionalidad, hartos de su crueldad, hartos de que manejara el país a su entero capricho, le dijeron ¡basta! al final de cuarenta y tres años.
La comunidad internacional hace tiempo comenzó a reconocer como gobierno legítimo de Libia al Consejo Nacional de Transición, el gobierno creado por los rebeldes en la ciudad de Bengasi. No solo lo han reconocido, sino han descongelado parte de los fondos que tenía Gadafi en diferentes bancos del mundo, y serán entregados al nuevo gobierno por ser el único que representa a Libia con legitimidad. Dije “los fondos de Gadafi” no de Libia, porque el dinero del país estaba depositado a nombre del autócrata: 70.000 millones de dólares (léase: setenta mil millones) y sumándole otros bienes e inversiones que tiene en diferentes países, su fortuna asciende a 111.000 millones de dólares (ciento once mil millones). Como Gadafi se cree que es la nación, pues también sus bienes particulares y los bienes públicos se confunden todos en una misma cosa.
Como una solitaria isla en medio del océano, el único país que se niega a reconocer al Consejo Nacional de Transición es, naturalmente, Venezuela, pues Hugo Chávez reconoce a Muamar el Gadafi como el único y verdadero gobernante de Libia. Piensa que estas son triquiñuelas del imperio para quedarse con su petróleo. Esto delata la capacidad de raciocinio del líder bolivariano: a los Estados Unidos de Norteamérica, que es el imperio al cual se alude con tanta frecuencia, le salía mucho más económico, fácil y cómodo explotar el petróleo de Libia manteniendo buenas relaciones con Gadafi, permitiendo que fuera por el mundo cargado de condecoraciones que él mismo inventó, vestido con uniformes militares que él mismo creó, dejándole instalar en los jardines de lujosos hoteles sus jaimas para que durante el día pudiese vivir como un beduino rodeado de sus amazonas, jóvenes hermosas y ¡vírgenes! aunque a la noche subía a la suite presidencial para dormir cómodamente, sin los molestos mosquitos porque será loco, pero tonto no es.
Los rebeldes libios siguen luchando y buscan afanosamente al dictador que se encuentra escondido en alguno de los numerosos refugios antiaéreos y antiatómicos que sembró en todo el país, además de dos mil kilómetros de túneles que tienen cuatro metros de diámetro y por los que puede andar perfectamente bien un vehículo 4x4. Han comenzado a aparecer las salas de tortura, las cárceles clandestinas donde se pudrían en vida sus enemigos políticos de acuerdo a declaraciones de los propios ingenieros que construyeron esas antesalas del infierno, o el infierno mismo. Ahora se recuerda los apresamientos de los disidentes, siempre en sus casas, en presencia de su familia, para sembrar el pánico. Ahora se recuerda aquellos fusilamientos hechos con público en un estadio de fútbol para que sirvieran de escarmiento a la población.
Cuando aparezca el autócrata, quizá metido en un pozo en medio del desierto, como encontraron a Sadam Hussein, no faltará quien se apiade de él, justamente él que no se apiadó de nadie y nos dejó como herencia intelectual el Libro Verde, compendio de una mente desequilibrada y delirante. No me queda otro camino que sentir una profunda admiración y respeto por ese pueblo que lucha por su libertad.