Por Angel Cuadra
Diario Las Americas Ninguna dictadura se mantiene si no cuenta con simpatizantes, colaboradores y cómplices. Todas ellas, a lo largo de la historia, han contado con esos despreciables individuos que, por varias razones, se brindan a servir a los tiranos y sus gobiernos.
Entre esa tropa de servidores se encuentran siempre, en grande y oportunista participación, intelectuales y artistas.
En el caso de Cuba y la revolución (que nada tiene de cubana), daba repugnancia, tristeza y desencanto, observar como desde sus inicios una larga fila de escritores, intelectuales y artistas se brindaron a apoyar y a prestar servicios a aquel experimento importado a América desde la Unión Soviética, que tuvo en Cuba su punta de lanza, su trampolín para saltar sobre los países de Hispanoamérica.
Estando yo en España, en la ciudad de Albox, Almería, a donde acudí a recibir uno de los premios del certamen de poesía “Martín García Ramos”, en una conferencia ante los alumnos de una escuela secundaria, una alumna me preguntó que cuándo creía yo que la dictadura castrista se acabaría en Cuba; a lo que respondí automáticamente, sin meditar, que cuando los intelectuales del mundo dejen de apoyar aquella tiranía, comenzaría el principio de su fin.
Los escritores y artistas han sido –y aún lo son- también responsables del mantenimiento del gobierno castrocomunista, porque los escritores, intelectuales y artistas pueden ser vehículos de ideas y simpatías, como portadores de opiniones y sentimientos.
En el caso de la revolución castrocomunista, Castro, su corifeo, y en algunos del coro que lo circunda, como el Ché Guevara, se dieron y se dan situaciones de idolatría irracional y hasta de complicidad. Es la incomprensible fascinación que en todo tiempo y lugar han ejercido los tiranos sobre ciertas personas, hecho que plantea psicológica y elocuentemente la escritora venezolana Eleonora Bruzual, en el libro “Los hombres que erotizó Fidel”.
Asímismo, la novelista Laura Restrepo llegó a decir, precisamente en Miami, en una entrevista, que Fidel Castro era lo mejor que le había ocurrido a América Latina, y que la revolución cubana era su mayor sueño.
La teatrista chilena Isadora Aguirre, en su visita a una Feria en Miami (ella totalmente despistada sobre la realidad castrocomunista y nuestro exilio), conversando con un pequeño grupo de cubanos en la mesa de una cena, al señalarle los crímenes y monstruosidades cometidas por Castro, de pronto me abrazó temblorosa y suplicante diciéndome: “Por favor, no me quites la ilusión de Fidel”. (Claro, era que esa falsa ilusión se le había puesto en peligro de desvanecerse).
En el libro “La amistad de Gabo y Fidel”, leemos que la acción militar y genocida por la que Castro envío al Africa a las tropas cubanas, para servir a los intereses de la entonces Unión Soviética, que motivó algunos comentarios de la prensa internacional en los que se señalaba al gobierno castrocomunista como un peón o marioneta de la URSS, Castro necesitado de una voz autorizada que desviara aquella visión de mercenarios de las tropas enviadas a una guerra ajena, en un escenario tan distante, y que García Márquez la presentara como una labor “internacionalista” –excusa que a nadie convenció-, pero Castro consiguió que un gran novelista, como Gabo, pusiera su talento al servicio del tirano, como contrarresto de la otra opinión que en los medios de prensa comenzaba a formarse.
Esos coreutas de dictadores y tiranos han existido siempre, por muchas y disímiles motivaciones. En uno de sus escritos, José Martí, citando a un sociólogo de aquel tiempo, comentaba que éste exponía que a los individuos de espíritus retorcidos, les complacía ver en el poder a personajes similares a ellos, porque se veían reflejados e identificados con dichos gobernantes.
Podrá ser por eso o por otras motivaciones, pero Hitler, Musolini, Stalin, Mao Tse-tung, entre otros, han contado con el elogio de muchos intelectuales, artistas y poetas. Al final, al conocerse las barbaridades de tales ídolos –ya desembozados monstruos- muchos de esos apologistas han caído en el bochorno de haberlos acogido y servido, en desprestigio, más que de sus obras, de sus personas. Ese estigma los seguirá hasta el fin del camino que les queda.