Por Alvaro Vargas Llosa
Cuando acabe 2012, Barack Obama será una de dos cosas: el héroe que logró mantener el control de la Casa Blanca para los demócratas pese a que su gobierno no cumplió ninguna de las promesas importantes de su campaña electoral de 2008, o un nuevo Jimmy Carter asociado a la decadencia del país.
A estas alturas, ambas cosas son perfectamente posibles. Su impopularidad -los márgenes de aprobación oscilan entre 40% y 48%- es lo bastante significativa como para que corra peligro su reelección, pero también lo suficientemente modesta como para que, si el candidato republicano no es el adecuado, el país le renueve el voto de confianza a regañadientes. Y él lo sabe tan bien que, a pocos días de iniciarse el largo proceso de las primarias republicanas que probablemente no producirá un rival definitivo para él antes de abril próximo, el mandatario lleva ya buen tiempo en campaña reeleccionista. Su maquinaria está aceitada, su bolsa está llena y su equipo, controlado por David Axelrod, David Plouffe y Jim Messina, los hombres claves del triunfo de 2008. Obama entiende que sus cifras son lo bastante comparabes a las de Carter, el símbolo del demócrata de una sola administración en el imaginario norteamericano, como para sentirse seguro.
Si Obama pierde la elección, será por dos razones fundamentales. Una: no haber podido cumplir su más importante promesa, que era la superación de la crisis económica. Dos: tener enfrente a un candidato que no asuste y que no sea percibido como al caballo de Troya del radicalismo asociado al "Tea Party".
Todos los otros incumplimientos del Presidente Obama -no haber cerrado la prisión de Guantánamo, no haber logrado que se apruebe ni haber realmente luchado por conseguir una gran ley de limitación de emisiones contaminantes y haber tardado tres años más de lo ofrecido en retirar a las tropas de Irak- son insignificantes desde el punto de vista electoral en comparación con el asunto económico. Por tratarse de ofrecimientos que entusiasmaron a la base de izquierda y por no tener esa izquierda con quién irse si no es con Obama, el Presidente no paga un precio desmedido. En cambio, la economía, que afecta a todos y no tiene ideología, sí pude tener consecuencias electorales para él.
Obama intentó en estos años mediante estímulos fiscales revertir el desempleo. A la par, y bajo claro entendimiento con el gobierno, la Reserva Federal inyectó masivamente dinero al sistema financiero para tratar de activar el crédito y, por tanto, la demanda. Pero, aunque todavía se registra un crecimiento económico tenue y no se ha producido la doble recesión que se temía, el paro sigue cercano al 10 %, el crédito continúa muy bajo y el consumo se mantiene lo bastante aletargado como para que las empresas inviertan con confianza. Sólo la debacle europea ha dado a Obama un cierto respiro en esta materia, pues la gente se refugia en los bonos del Tesoro norteamericano para proteger sus ahorros y, al comparar lo que sucede en Estados Unidos con lo que pasa allende el Atlántico, se resigna al consuelo de que Obama evitó una catástrofe peor con su intervencionismo.
Pero ese intervencionismo estatal es también el que tiene al Presidente caminando sobre una cuerda floja. Si la situación se hubiera revertido, una mayoría de estadounidenses, independientemente de la ideología, le habría dado a estas alturas una aplastante ventaja en las encuestas. Pero esa recuperación no se ha producido. Y precisamente por ello un amplio sector del país no necesariamente situado a la derecha siente mucho temor y desconfianza. Se trata de una clase media formada en el miedo al Estado excesivo, al gasto desbocado, a la deuda exorbitante y a la ingeniería social que atrofia el individualismo. El estadounidense de clase media y clase media baja tiene la absoluta convicción de que su país es lo que es porque la iniciativa individual pudo desarrollarse con relativa libertad mientras otras zonas del mundo, incluida Europa, erigían Estados descomunales. La desconfianza en el estatismo está en su ADN.
La otra razón por la que Obama podría perder las elecciones, como mencionaba antes, es su rival. A estas alturas, nada está dicho en el Partido Republicano. La fuerte reacción de la base contra el favorito, el ex gobernador de Massachusetts Mitt Romney, a quien consideran sospechoso por sus viejas posturas liberales en temas valóricos, ha convertido hasta ahora la campaña de las primarias en algo muy extraño. Se ha visto a lo largo de los meses una mareante secuencia de rivales de Romney que súbitamente se disparaban en los sondeos y de pronto volvían a caer. Ello se explica por la búsqueda intensa por parte del sector conservador más duro de alternativas al ex gobernador que nunca acabanan de cuajar. Hasta que, por descarte, llegó el turno de Newt Gingrich, hoy por hoy el único rival fuerte que tiene Romney.
Mitt Romney es, a todas luces, quien puede derrotar a Obama porque tiene credenciales centristas a pesar de sus recientes intentos por neutralizar la movilización de la base conservadora contra él con cambios de postura en varios temas. Fue gobernador del estado liberal por excelencia (en el sentido norteamericano del término) y en asuntos como el aborto, el matrimonio gay y el cambio climático estuvo en su día alejado de la ortodoxia republicana. Aunque ahora ha dado un giro copernicano en todo ello, la sospecha general es que lo ha hecho menos por convicción que por razones electorales. En cambio, Newt Gingrich, que es intelectualmente el más dotado de los candidatos, pero el más errático, contradictorio, sorpresivo y hasta éticamente dudoso, tendría menos posibilidades de entusiasmar al voto centrista. De allí que los demócratas estén rezando para que ese sea el rival de Obama el próximo mes de noviembre.
Obama y su equipo observan todo esto con expectación y algo de aprensión. Porque saben que si los republicanos eligen al candidato más potable desde el punto de vista electoral y la economía sigue en su estado actual dentro de unos meses, será una lid sumamente reñida. El Presidente entra a ella con un grado de apoyo lo bastante precario como para que ambas cosas -la economía y un buen rival- puedan aguarle la fiesta de la reelección.