El País, Madrid
Un intelectual no está jamás en su sitio". Con estas palabras, lejos de lamentar este desajuste original, el poeta Havel, en la huella de Beckett, Ionesco y Lou Reed, instaura el desarraigo como moderna norma de vida y estrategia de pensamiento. No se trata de una pose. Disidente nada convencional, presidente bohemio, su negativa inexorable a considerarse un Mesías conductor de pueblos fue una forma de cortar de raíz con las pretensiones de los comprometidos de otras épocas. En los últimos tiempos de la Revolución Francesa, Joseph de Maistre sostenía que el poder espiritual y temporal de un Papa era lo único que podía salvar Europa. Y de una infalibilidad como la que se atribuía al Papa era de lo que presumían los dirigentes comunistas, Lenin y los que vinieron detrás, igual que los führers y los ayatolás.
Por el contrario, la modestia rigurosa de Havel, por un lado escritor, por otro jefe de Estado, le impedía mezclar cielo y tierra: "Soy de un país lleno de impacientes. Quizá son impacientes porque llevan tanto tiempo esperando a Godot que tienen la impresión de que ya ha llegado. Ese es un error tan monumental como el de esperarlo. Godot no ha llegado. Y menos mal, porque, si llegara un Godot, no sería más que el Godot imaginario, el Godot comunista".
A base de tergiversar las más puras convicciones, el despiadado siglo XX desencadenó unas guerras totales con la excusa de defender la paz, y justificó en nombre de un bien supremo esa abominación que fueron los campos de exterminio y los gulags. Ante semejante cataclismo mental, los 242 primeros firmantes de la Carta 77 optan por adoptar una "filosofía negativa". Los disidentes, que se enorgullecen de sus diferencias -entre ellos figuran católicos, protestantes, judíos, ateos, de izquierdas, de derechas, nacionalistas y cosmopolitas-, deciden ponerse de acuerdo no en favor de sino contra. La desgracia que comparten les hace solidarios en y por su soledad. "A veces nos hace falta hundirnos en lo más profundo de la miseria para reconocer la verdad, del mismo modo que nos hace falta caer hasta el fondo del pozo para descubrir las estrellas".
La fortaleza de Václav Havel, la fuerza de la disidencia, ese "poder de los sin poder", fue lo que el filósofo Patocka denominó "solidaridad de los quebrantados". Un nombre que aquel intelectual que tanto inspiró a Havel explicaba con detalle: "Quebrantados porque se ha sacudido su fe en la luz, la vida, la paz...".
El disidente no es una noble alma indignada que vocifera desde el pedestal de su virtud presuntamente perfecta, sino que es alguien que ha sabido volver su indignación contra sí mismo y contra los sueños complacientes con los que había alimentado hasta entonces la pasividad general y la complicidad individual. El enemigo no es un demonio maloliente ni el sistema todopoderoso, sino nuestra servidumbre voluntaria, esa afición tan común a cerrar los ojos y dormir tranquilos, suceda lo que suceda.
Después de la caída del muro de Berlín, el optimismo invadió desde los palacios hasta las cabañas; todo el mundo celebraba el fin de la historia, de las guerras sangrientas y las grandes crisis, ¡todo va bien, señora baronesa! Hoy nos encontramos en la situación contraria: la fatalidad de un apocalipsis (ecológico, financiero o moral) paraliza al ciudadano, le hace volver a refugiarse en su concha. En los dos casos, tanto en la euforia como en la depresión, un destino que el individuo imagina imparable le reduce a la impotencia y la indiferencia. En cambio, Václav Havel y el disidente encarnan una Europa responsable, capaz de examinar y superar las situaciones más trágicas.
Los últimos tiempos: pese a su enorme debilidad, Havel no se quejaba de lo que sufría.
La última manifestación: Havel protesta delante de la Embajada de la China comunista contra el encarcelamiento de Liu Xiaobo y los firmantes de la Carta 08.
El último llamamiento: Havel escribe para interceder por Julia Timoshenko, encerrada en las mazmorras poscomunistas de Kiev.
Pese a encontrarse postrado en la cama, Václav se levanta para recibir y felicitar públicamente a dos personas incómodas, el Dalai Lama, a quien los autócratas de Pekín no dejan de vilipendiar públicamente, y el georgiano Mijaíl Saakashvili, al que Putin, siguiendo las tradiciones de su oficio, quiere "agarrar por los huevos". Yo estaba allí, fue hace poco tiempo.
El disidente no se pliega, está locamente enamorado de la libertad. Mi amigo me ha dejado. Y es irreemplazable.
Pero además es victorioso: el 10 y el 24 de diciembre de 2011, una marea humana formada por manifestantes de toda condición, desafía al Kremlin para "no vivir en la mentira", como decía Václav Havel. Sus herederos están en la calle.
André Glucksmann es filósofo.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.