La Prensa, Panamá
Qué difícil es reconciliar la política con la ética en un país donde “todo está permitido”, para alcanzar el poder; donde “la moral es irrelevante cuando se trata de conseguir el poder”; donde hoy se dice algo, como Gobierno, y mañana, en oposición, se dice otra cosa; donde el funcionario electo se cambia de partido para obtener privilegios materiales o evitar sanciones legales; donde está permitido mentir y engañar, como parte del rejuego entre partidos o para la protección y seguridad del Estado; donde un crimen o un delito contra el patrimonio nacional se subsana con devolver lo timado, y la justicia ciega honra en defecto lo que fuera virtud, validando aquello de que “cuando el acto acusa, el resultado excusa”. Engaño, secretismo, manipulación del poder y de la opinión pública, vicios del ocultamiento que suelen obscurecer la ya enrarecida atmósfera, no permitiendo detectar los otros vicios políticos, los de la violencia.
Cuando el político pone a descansar su conciencia y desconoce su obligación a la responsabilidad, la política, como el instrumento para servir a la comunidad y a todos los individuos, se convierte en el instrumento para la confrontación de clases y la gestación de odios, como se ha lucido en los últimos meses frente a lo que debiera haber sido una discusión intelectual y cultural, sobre el patrimonio histórico del Casco Antiguo, por ejemplo. O en el instrumento para facilitar la corrupción que, en nuestro medio, por su significativa densidad no requiere de puntualizaciones.
Ha dicho Václav Havel: “Naturalmente, si usted entiende la decencia como una mera superestructura de las fuerzas de la producción, entonces usted nunca podrá entender el poder político, en términos de la decencia”.
La lectura de Havel es, por inteligente, persuasiva; por necesaria, fascinante. Un hombre de su talla intelectual y cultural es movido por la política, cuando su pueblo se debate entre la esclavitud y la libertad, entre la ignominia y la dignidad, entre el odio y la tolerancia, entre el egoísmo y la solidaridad, entre la insensatez y la prudencia. Su huella es ya imborrable y, su pérdida física, inestimable.
Su compromiso con la civilidad y con las libertades, con la conciencia y la responsabilidad del político genuino, permitió reconciliar la política con la moral y, a pesar de que pareciera ser un solo momento luminoso en la historia, hubo otros, y habrá otros. En su búsqueda, erraremos, pero la búsqueda debe continuar. No es fácil, como él mismo lo reconociera, pero no es imposible. El logro, sin embargo, no monopoliza permanencia y, por eso, el ciudadano tiene que mantenerse alerta, observador beligerante, denunciante valiente; porque, como se observó en la República Checa, una vez liberada del comunismo, aquel que simuló preocupación por la justicia social y por las clases desprotegidas, más temprano que tarde, se convirtió en especulador y en ladrón. ¿Será en vano aquello de que los políticos son un espejo de su sociedad y la sociedad, un espejo de los políticos que tiene?
Es real la mutua dependencia, la íntima relación, entre ética y democracia. La seriedad de los problemas que esa relación engendra es real. El compromiso en afrontarlos para resolverlos en beneficio de esa democracia, de esa ética y del bien común, exige convencimiento, integridad, tolerancia, firmeza, verticalidad. El político tiene que escoger, como dice Havel, qué fuerzas sociales libera y qué fuerzas sociales suprime. ¿En qué del individuo va a confiar, en lo bueno que tiene o en lo malo que guarda? ¿Entre la tolerancia, la decencia y la convivencia? ¿O entre el egoísmo, la envidia, la vulgaridad y el odio?
A nadie en la política criolla hay que darle un consejo. Primero, porque nuestros políticos suponen no necesitarlo, ya se suponen políticos por obra y gracia de una denominación causal; y, segundo, porque no es mi intención hacerlo. En un momento clave para la vida de Checoslovaquia, cuando el Partido Comunista estaba por justificar la canalla invasión rusa de 1968, Havel le escribió una carta a Alexander Dubcek, secretario del Partido Comunista, que en alguna parte decía: “Aún cuando un acto puramente moral no aparente ni siquiera tener un efecto político inmediato y visible, gradual e indirectamente, con el paso del tiempo, tendrá significancia política”. ¿Podemos imaginarnos cuánto significado tendría, si toda una generación de políticos nacionales optara, en un solo instante de su vida activa, por un acto moral en política?
Algunos dirán que la pureza es imposible en la política. Que existe una suerte de noble inmoralidad del funcionario mientras busca el bien común. Es la teoría de “las manos sucias”, popularizada por la obra teatral, del mismo nombre, del filósofo existencialista, Jean Paul Sartre. Pero “la política se muere por falta de ética”, ha dicho alguien, y el político sagaz entiende que ese purista de la política le es útil, cuando todos lo adulen y nadie le diga la verdad, cuando de tanto justificar los medios por los fines encuentre un crimen en cada acto. El asunto se enmaraña cuando reconocemos otro elemento distorsionador, el de “las múltiples manos”, que recuerda, una vez determinada la inmoralidad de una acción política, que no existe un responsable aislado. No hay un vendedor de flores sin jardineros y sin compradores.
Hoy, más que nunca, no puedo prescindir de esta sencilla lógica de Václav Havel: “Solamente existe una forma de luchar por la decencia, la razón, la responsabilidad, la sinceridad, la civilidad y la tolerancia, y esta es decentemente, razonablemente, responsablemente, sinceramente, cívicamente y con tolerancia”. No es tarde, nunca es tarde, para hacerlo así.