Por Enrique Aguilar
El Imparcial, Madrid
En las últimas semanas la prensa ha dado noticia de una serie de acusaciones de corrupción que comprometieron sucesivamente a varios ministros del gabinete de Dilma Rousseff. Además de haber tomado estado público, la firme decisión de la presidenta de Brasil de separar de sus cargos a estos funcionarios, que deberán rendir cuentas a la justicia, contribuyó no poco a reforzar la buena imagen de su gestión y la confianza de los ciudadanos en sus instituciones.
Para Latinoamérica en general el hecho reviste un interés de primer orden por su carácter esencialmente aleccionador. Ni qué decirlo en la Argentina, donde la impunidad se ha vuelto regla y excepcional el castigo a los delitos relacionados con el mal uso de los dineros públicos que, en el mejor de los casos, ni siquiera trasciende.
A la lista de denuncias que duermen en el palacio de los tribunales y que, en los últimos lustros, involucraron a funcionarios de jerarquía, se suman ahora graves revelaciones sobre los supuestos vínculos del vicepresidente de la Nación con la empresa Ciccone Cartográfica que salpican también a la Secretaría de Comercio y a la Administración Federal de Ingresos Públicos (AFIP). Revelaciones las cuales ya son tapa de varios matutinos y que, sin embargo, no han merecido por parte del gobierno el más mínimo comentario.
Es cierto que la corrupción no nos quita el sueño y que, en alguna medida, es reflejo de hábitos inveterados y de lo que podría llamarse una cultura de la transgresión claramente extendida en nuestro país. Empero, no está dicho que el obrar político y legislativo no puedan alterar gradualmente un legado cultural. (Si se quiere una referencia académica, véase Montesquieu, El espíritu de las leyes, capítulo 27 del Libro XIX, donde se destaca cómo las leyes de Inglaterra habían contribuido a formar sus costumbres.)
La determinación política de Dilma Rousseff tiene, en este sentido, un efecto que, en el mediano plazo, conspirará sin duda contra la probabilidad de que los hechos de corrupción se multipliquen, La inacción del gobierno argentino no puede sino producir el efecto contrario.