El Imparcial, Madrid
Este año se cumple el tricentenario del nacimiento de Jean-Jacques Rousseau y es por tanto ocasión propicia para volver sobre un tema que podría decirse inagotable. Se trata de la relación entre democracia y libertad que, prácticamente, cruza la historia del pensamiento político desde los tiempos de Pericles y su “Oración fúnebre” hasta los debates actuales en los cuales la democracia es objeto de diversas calificaciones: “electoral”, “deliberativa”, “delegativa”, “dirigida”, etc.
Por cierto que en todas y cada una de estas tipologías el demos, como titular de la soberanía a quien le cabe el último derecho a hacer las leyes, es el elemento clave e insustituible. Sin embargo, a partir de ahí, el modo como ese demos se exprese, su mayor o menor grado de participación o las limitaciones que se imponga con vistas a preservar los derechos individuales, son todas cuestiones discutibles sobre las que no existe, ni en la teoría ni en la práctica, un generalizado acuerdo.
En el contexto latinoamericano, el problema de los límites reviste un especial interés en momentos en que algunos regímenes democráticos se revelan más bien bajo una forma plebiscitaria que le permite al titular del Ejecutivo arrogarse plenos poderes y el monopolio absoluto de la decisión. El culto a la personalidad del gobernante es, por cierto, el adorno que completa este escenario. Como resultado, de manera ostensible o solapada, se ven conculcando libertades a alto precio recuperadas en nombre de una legitimidad de origen que restringe el significado de la democracia o lo cercena al punto de disociarlo de las condiciones de ejercicio.
Desde una lectura tergiversada de Rousseau, alguien podría aludir que una decisión emanada del pueblo (personificado, en el caso antedicho, en el Ejecutivo) es no sólo condición necesaria sino también suficiente para impedir que el pueblo se dañe a sí mismo. La realidad (y la propia letra de Rousseau) indican otra cosa. Como sea, quienes tampoco confiamos en el establecimiento de una república virtuosa no podemos sino evocar una sentencia de James Madison que resulta todavía hoy oportuna: “El hecho de depender del pueblo es, sin duda, el principal control que cabe ejercer sobre el gobierno; pero la experiencia le ha enseñado a la humanidad que se necesitan precauciones auxiliares”.