Por Alvaro Vargas Llosa
La presidenta argentina Cristina Kirchner provocó recientemente un escándalo internacional con su decisión de expropiar el 51 por ciento de YPF, el principal productor de petróleo y gas de Argentina y la mayor filial de Repsol de España, una de las grandes empresas energéticas del mundo. Como tantas veces ha sido el caso de las nacionalizaciones Latinoamericanas, la medida estuvo acompañada por un torrente de demagogia nacionalista, teatralidad y matonismo—la sede de YPF fue tomada por asalto por enviados del gobierno, incluso antes de que el proyecto de ley enviado por el Ejecutivo fuese aprobado en el Congreso, los directivos españoles fueron expulsados ignominiosamente y los funcionarios de inmediato comenzaron a amenazar con no pagar nada a Repsol. Argumentaron que YPF, una empresa que la presidenta había elogiado tan solo unos meses antes, ha causado daños al medio ambiente (una acusación no formulada antes por el gobierno).
La expropiación nos enseña importantes lecciones acerca de cómo funcionan los mercados.
El gobierno afirma que, dado que YPF no estaba invirtiendo suficiente dinero en la producción de petróleo y gas en Argentina, y se encontraba satisfecha con la distribución de dividendos, el suministro de energía se ha reducido de manera tan dramática en los últimos años que el país, ahora escaso de divisas extranjeras, está teniendo que dedicar preciosos recursos para importarlo desde el exterior.
Pero he aquí la verdad. Hace varios años, el entonces presidente Néstor Kirchner y su esposa (que le sucedió y es la actual jefa de Estado) decidieron controlar el precio de la energía y de casi todo. La medida, parte del clásico libreto peronista, estaba destinada a subvencionar el consumo urbano a gran escala. ¿Quién iba a pagar por esto? El campo, por supuesto—Argentina es una potencia agrícola. La consecuencia de esta política fue la que cabía esperar: la demanda de energía aumentó exponencialmente entre 2003 y 2008 (38 por ciento en el caso del petróleo y 25 por ciento en el caso del gas), mientras que la oferta disminuyó gradualmente dado que el negocio de la producción energética se tornó mucho menos rentable para las distintas empresas extranjeras involucradas. La producción de petróleo se redujo en alrededor de un 12 por ciento. Recientemente, después de casi dos décadas, Argentina se convirtió en un importador neto de energía.
Mientras tanto, el gobierno se percató de que el dinero que estaba exprimiendo de los agricultores con el fin de subsidiar a los millones de votantes urbanos con la intención de convertirlos en un electorado permanente no era suficiente para sostener este modelo socioeconómico. Por lo tanto varias empresas propiedad de extranjeros, aunque ninguna tan importante como YPF, fueron nacionalizadas. Pero eso no fue tampoco suficiente. El sistema privado de pensiones y las reservas del banco central fueron subsecuentemente incautadas por el gobierno. Luego vinieron los draconianos controles de capital tendientes a frenar lo que se estaba convirtiendo en una masiva fuga de capitales (unos 75 mil millones de dólares abandonaron el país en cuatro años).
Pero, por supuesto, ni siquiera eso fue suficiente para sostener lo que quedaba del modelo de Kirchner. La confiscación de YPF era el paso natural a seguir. La presidenta necesitaba tres cosas. Uno: un nuevo chivo expiatorio extranjero (la campaña para recuperar el control de las Islas Malvinas había funcionado como una distracción temporal pero había perdido fuerza). Dos: dinero fresco, dado que la única alternativa en ese momento era gastar las ya cada vez más escasas reservas en moneda extranjera. Y tres: el control directo de las gigantescas reservas de gas no convencional del yacimiento de Vaca Muerta recientemente descubierto por YPF en la cuenca neuquina, que a los ojos del gobierno podría ser la llave para la financiación perpetua del modelo populista en los años venideros. Los partidarios de la presidenta ya están preparando el terreno para un cambio constitucional que levante el impedimento para su reelección y asegure su perpetuación a la manera de Hugo Chávez.
Hemos visto esta película una y mil veces en América Latina y otros lugares. La versión latinoamericana del populismo es tan antigua como la revolución mexicana y tan reciente como la tragedia venezolana. De hecho, Argentina, alguna vez el país más educado de la región, erigido sobre la espalda de una clase media que era mucho más fuerte que la de los países vecinos, se volvió decadente precisamente debido al populismo peronista. Es por eso que, incidentalmente, la privatización de YPF en 1999 contó con el apoyo de la mayoría de los argentinos, incluidos, irónicamente, Néstor Kirchner y su esposa.
Según las encuestas, tres de cada cuatro argentinos apoyan ahora el control gubernamental de YPF. ¿Cuánto tiempo pasará antes de que veamos a esos mismos millones de personas, desesperados por desandar el camino ante la devastación causada por la nueva versión del populismo peronista, respaldando la re-privatización de la compañía de gas y petróleo?
Traducido por Gabriel Gasave
Alvaro Vargas Llosa es Académico Asociado Senior del Centro Para la Prosperidad Global en The Independent Institute y editor de Lessons from the Poor.