En un continente que parecía haber agotado todas las modalidades del golpe institucional, ha surgido, en Paraguay, una nueva variante que tiene la peculiaridad de ser tan discutible que muchos sostenemos que no fue exactamente un golpe. Fue una traición política de grupos de interés y oportunistas parlamentarios, un acontecimiento que debilitará aún más a las instituciones y un retroceso que podría hacer que el país desande lo poco que había avanzado hacia la superación de un Estado pre moderno. Pero golpe, lo que se llama golpe, no hubo realmente. De allí la ambivalencia que parece reinar en América Latina, donde la voz cantante contra lo sucedido en Asunción la llevan los gobiernos menos democráticos del continente, y la actitud tibia de Estados Unidos y Europa.
Un “golpe de Estado” supone salirse del marco constitucional, actuar por la fuerza, derrocar a un gobierno legítimo, para sustituirlo por algo que no lo es y establecer un orden en el que los mecanismos democráticos no pueden revertir automáticamente la situación. No todos estos elementos tienen que darse con el mismo énfasis, pero de una u otra forma deben estar presentes. Aquí, en cambio, se usaron los instrumentos constitucionales, se prescindió de los cuarteles y se preservó el orden que regía antes, incluyendo el calendario que conducirá a las elecciones presidenciales de abril.
Y sin embargo, no cabe duda de que lo ocurrido es muy malo para Paraguay porque, a diferencia, por ejemplo, de Honduras, donde el Presidente Zelaya se había salido de la ley al momento de ser expulsado del poder, torpe pero legalmente, Fernando Lugo no había cometido ninguna ilegalidad. Como la Constitución paraguaya es imprecisa sobre las causales que justifican la remoción de un mandatario por parte del Senado, el corrupto y autoritario Partido Colorado que planteó el 20 de junio en Diputados la apertura del juicio político a Lugo, pudo hacer uso de mecanismos constitucionales para aprovechar la debilidad del presidente y su desvencijada coalición, dándole el zarpazo. Un zarpazo que no hubiera podido dar, y esto es importante de entender, sin la ayuda del Partido Liberal Radical Auténtico, viejo enemigo de los “colorados” pero más amigo, en este caso, de sacar del camino a Lugo e instalar a Federico Franco, su hasta entonces vicepresidente, en la máxima magistratura. Esta alianza contra natura entre “colorados” y liberales para destituir a Lugo es la que dio el abrumador resultado en las votaciones parlamentarias: 76 votos contra uno en la Cámara de Diputados, a favor de presentar ante el Senado el pedido de juicio político, y ya en la Cámara Alta, 39 votos contra cuatro a favor de destituir al presidente.
Las acusaciones contra Lugo fueron varias: la muerte de policías y campesinos en una finca de Curuguaty, al noreste de Asunción; el que algunos partidos de izquierda hicieran reuniones políticas en una instalación militar; la invasión de una propiedad brasileña con cultivos de soja por parte de un grupo de campesinos y activistas; no haber acabado con la guerrilla terrorista, y no haber sometido a aprobación del Congreso elementos de un acuerdo comercial. Son muchos los países latinoamericanos donde se dan casos parecidos a los aquí mencionados y donde a nadie se le ocurre destituir a un mandatario por ellos.
El detonante y verdadero casus belli contra Lugo fue la violencia desatada en la finca de Blas Riquelme, ex senador del opositor Partido Colorado, en Curuguaty. Se trata de una propiedad que pertenece a una familia emblemática del viejo orden terrateniente paraguayo, aunque el lugar que habían invadido originalmente unas 30 familias (a las que luego se sumaron varias más) es una reserva forestal situada al interior de una expansión más vasta, que sí es usada por los dueños para fines económicos. La policía intervino con unos 200 efectivos, de los cuales seis murieron por ataques de los invasores. Estos, a su vez, sufrieron 11 bajas.
En respuesta al escándalo que desataron estos hechos, Lugo sustituyó a su ministro del Interior, Carlos Filazzola, cuya cabeza rodó junto a la del comandante de la policía. El presidente paraguayo reemplazó a Filazzola por un ex fiscal del Partido Colorado, lo que precipitó la crisis, al provocar un trauma entre los “aliados” liberales de Lugo. El resultado fue el juicio veloz -promovido por los “colorados” y, contradictoriamente, apoyado por los liberales- en el Congreso, donde se le dieron al acusado apenas 24 horas para preparar una defensa, a pesar de que apeló a la Corte Suprema para pedir varios días más. La aceleración del proceso puso de relieve hasta qué punto se trataba de un ajuste de cuentas.
El Partido Colorado, que fue la fuerza hegemónica del Paraguay desde 1954 hasta la elección de Lugo, en 2008, está en la oposición, pero sus tentáculos abarcan a las Fuerzas Armadas, la clase terrateniente, varios medios de comunicación, la judicatura y todo lo que en otros tiempos se llamaba “poderes fácticos”. Para ellos, Lugo, un ex obispo de 61 años que llegó al poder hace cuatro, a la cabeza de una coalición de izquierda, era el archi enemigo.
En su campaña, Lugo había ofrecido expropiar parte de la tierra que a lo largo del tiempo, gracias a un sistema autoritario, había sido concentrada en manos oligárquicas, y entregársela a los campesinos (durante el régimen de Stroessner, según la Comisión de la Verdad y la Justicia, se adjudicaron irregularmente a empresarios amigos casi 7 millones de hectáreas). También había propuesto algunas subvenciones a sectores necesitados, una reforma sanitaria que extendiera la cobertura y la profundizara y una reforma política que desapolillara el legado de seis décadas del Partido Colorado.
Todo esto vino acompañado de una retórica que parecía emparentar a Lugo con Hugo Chávez, más que con Lula da Silva. Pero lo que hizo posible que su Alianza Patriótica por el Cambio venciera en 2008 fue un elemento “raro” que más adelante sería su perdición: los liberales. Estos eran los viejos adversarios de los “colorados” y habían encontrado en Lugo un matrimonio de conveniencia, para lograr lo que por su cuenta no hubieran podido conseguir.
Lugo sorprendió a propios y extraños cuando decidió llevar a cabo una gestión más bien moderada. Mantuvo lazos con los países del Alba, pero nunca alteró el orden constitucional. Tampoco hizo la reforma agraria que había prometido. A lo sumo puede decirse que evitó emplear la fuerza bruta contra los invasores al estilo de gobiernos anteriores, lo que seguramente alentó de un modo indirecto a la Liga Nacional de Carperos, organización que presiona por una reforma agraria con métodos que van de la retórica a la violencia. La guerrilla del Ejército del Pueblo Paraguayo a menudo se infiltraba en algunas acciones invasoras. Pero si bien no tomaba frente a ellas una actitud consistentemente drástica, tampoco puede decirse que Lugo alentaba abiertamente las invasiones. Con frecuencia usaba la fuerza pública contra ellas.
Su intuición le decía que Paraguay no aceptaría una transformación más ambiciosa y radical, a la altura de las expectativas de la izquierda. Pero hubo algo más que gravitó significativamente en su proceso interno: la soja. El mandatario descubrió que se había topado con un imprevisto: la bonanza del campo paraguayo. Calculó que este “boom” de la soja y las oleaginosas desaconsejaba, si quería una economía capaz de sustentar sus planes gubernamentales, dislocar traumáticamente la tenencia de la tierra. Convenía que los inversores sembraran, produjeran y exportaran, y que el gobierno cobrara impuestos. Paraguay es el cuarto productor mundial y se ha beneficiado en estos años de la gran demanda externa, especialmente la china. El año pasado, la cosecha paraguaya alcanzó la cifra récord de 8,4 millones de toneladas, en una superficie sembrada de 2,8 millones de hectáreas. Pasó a ser el primer producto de exportación paraguayo, superior al algodón y la carne vacuna.
Otro elemento clave, sin duda, fue el instinto de supervivencia del mandatario: sabía que tenía enfrente a poderes superiores y que su coalición era sumamente frágil.
Los liberales, a pesar de su moderación, nunca quisieron a Lugo, al que habían usado para llegar al gobierno (en vísperas de la destitución tenían a cinco ministros en el gabinete). Desde el inicio, la tensión entre ellos fue permanente. Por eso, nadie en Paraguay se sorprende mucho de que los liberales hayan traicionado al presidente, a fin de que ascendiera uno de los suyos, el vicepresidente Federico Franco, a la primera magistratura. La debilidad, la falta de liderazgo y las indecisiones del mandatario, hay que decirlo, facilitaron mucho el que los liberales hayan podido actuar así de una forma aparentemente impune.
Los sondeos indicaban antes de la destitución que el Partido Colorado cuenta con grandes posibilidades de volver al poder. Los liberales entendían que pagaban el precio de su alianza con Lugo y pretendían desmarcarse de él, para evitar el voto de castigo a un gobierno que ha dejado descontenta a su base y que nunca sedujo a sus adversarios. Pero sólo una destitución en la que los liberales jugaran un rol determinante podía dar a este partido la proyección suficiente para disputarles a los “colorados” la bandera “anti Lugo”. De allí que, a la hora de la destitución, no dudaran en aliarse con los “colorados” y las distintas variantes de esa familia política -por ejemplo, los partidarios del ex general Lino Oviedo-, a pesar de la décadas de enemistad que los separaban.
Está por verse lo que sucederá en los meses siguientes. El nuevo gobierno, a pesar de que Franco intenta, con el reciente cambio de mandos militares y otros gestos, afianzar su poder, tiene que lidiar con una resaca internacional. La reacción de los países latinoamericanos, pero especialmente de los miembros del Alba y el Mercosur, ha supuesto una dificultad mucho mayor de la esperada para Franco y compañía. Los países del Alba han montado una campaña de aislamiento del nuevo gobierno, mientras que el Mercosur ha suspendido a Paraguay. Los primeros han retirado a sus embajadores, los segundos los han llamado a consultas. Venezuela ha cancelado la subvención petrolera.
Eso, a su vez, ha provocado que Lugo, cuya reacción inicial a su destitución fue muy blanda, haya cogido bríos para llevar a cabo una resistencia pacífica. Nadie en Paraguay y pocos en el exterior creen que la presión del Alba y del Mercosur devolverá a Lugo al poder, e incluso el propio Lugo ha dicho que “será muy difícil” su restitución. Pero mientras el ex obispo siga bajo fuerte presión de Caracas para liderar una resistencia interna, los distintos sectores afines a él van a multiplicar su respuesta al gobierno de Franco. El ex obispo piensa ahora en ser candidato en los comicios presidenciales de abril.
Para la comunidad internacional en general, lo sucedido en Paraguay supone un dilema. No existiendo un quebrantamiento del orden constitucional, es difícil justificar acciones drásticas, incluidas eventuales sanciones. De allí que el Departamento de Estado norteamericano hay mantenido una actitud cuidadosa, afirmado que no va a emplear la expresión “golpe de Estado” y anunciado que esperará el informe del secretario general de la OEA ante el Consejo Permanente de dicha institución antes de pronunciarse en detalle. Y de allí también que la Unión Europea haya hablado solamente de “preocupación”. Pero -y en esto radica la segunda parte del dilema- no hacer nada ante una situación que ha producido el derribo de un presidente, en una región institucionalmente frágil, es riesgoso. En parte, por eso los países moderados de la región -como Brasil, Chile, Colombia o Perú- han hecho gestos relativamente significativos, como llamar a sus embajadores a consultas y criticar abiertamente lo sucedido.
Lugo, mientras tanto, se ve obligado a hacer un delicado equilibrio. De un lado, bajo presión del Alba y de un Mercosur donde Argentina ha adoptado una línea mucho más cercana a Caracas que a Lima o Santiago, mientras que Brasil ha preferido mayor moderación, acepta jugar, hasta cierto punto, el rol de resistente. Del otro, conocedor de la situación interna, de su frágil base de apoyo y de los riesgos de arrimarse al club del Alba del que se había mantenido ambiguamente distante durante el gobierno, evita exacerbar la protesta. Un síntoma de ello es que a última hora desistiera de acudir a Mendoza, a la reunión conjunta del Mercosur y de la Unión de Naciones Sudamericanas, en la que se iba a discutir el caso paraguayo. También, que se desmarcara de los pedidos para adoptar sanciones internacionales contra Paraguay.
Mientras tanto, Federico Franco, sabedor de que el tiempo juega a su favor y de que en una circunstancia como esta es altamente improbable que las cosas se reviertan, trata de que los hechos consumados le prolonguen la existencia política hasta los comicios de abril. Si logra esto, su presidencia durará hasta el cambio de gobierno, aun si Mercosur y Unasur adoptan alguna sanción.