Por Enrique Szewach
La opinión generalizada es que la economía argentina parece estar rebotando contra el piso de actividad que se dio promediando el año. Como la caída no fue demasiado fuerte –aunque sí lo fue la desaceleración del ritmo de crecimiento–, la recuperación tampoco mostrará demasiado. Es decir: la situación no empeora, pero tampoco mejora mucho. Este ciclo coyuntural, que puede ser determinante para las aspiraciones electorales, convive con el agravamiento de los problemas estructurales que ya se manifiestan con toda su crudeza.
Estas cuestiones estructurales surgen, por un lado, de la “larga marcha populista” profundizada con recursos abundantes en los últimos años –recordemos que el populismo es una enfermedad “por acumulación”, como el tabaquismo o el alcoholismo– y, por otro, a partir del giro de política económica protagonizado por el Gobierno este año.
Dentro de los problemas estructurales consecuencia de la acumulación de populismo, aparecen los vinculados a la quiebra del sector energético, al deterioro generalizado de la infraestructura de transporte y comunicaciones, y a su reflejo más directo, además de las muertes, el aspecto más dramático y grave, la maraña de subsidios, fondos públicos, intervenciones que se propagan, a la vez, hacia la situación fiscal y la coyuntura. Dado que el desorden fiscal, pese al récord de ingresos que se bate mes a mes, termina en el desorden monetario, que obliga al abuso del impuesto inflacionario y a las restricciones a la compra de dólares para evitar que los tenedores de pesos lo eludan. Se contabiliza también, en este rubro, la distorsión de otros mercados, relacionados con la agroindustria o la producción de bienes en general. Por ejemplo, hoy México exporta más carne vacuna que nosotros.
En el conjunto relacionado con el giro dado a la política económica
se destaca el fin del “capitalismo de amigos”, para avanzar con un
estatismo que convierte a todos, amigos y no tan amigos, en “empleados”
al servicio del interés general.
Esto último puede sonar a exageración, porque todavía estamos en un
marco relativamente híbrido, en donde persisten “islas” del antiguo
régimen pero, exagerado o no, lo cierto es que el entorno regulatorio,
en general, se está modificando sustancialmente y no se trata de
retoques menores, sino de verdaderos cambios de fondo que, desde la
perspectiva del Gobierno, pintan ser irreversibles.
Es por ello que los pronósticos sobre el futuro cercano y no tanto no pueden basarse, exclusivamente, en el ciclo coyuntural descripto al inicio de estas líneas. El ciclo de corto plazo se mueve en torno a una tendencia de largo. Paradójicamente, tal tendencia luce objetivamente positiva. La Argentina puede ser, sin dudas, un eficiente proveedor de bienes agroindustriales, servicios sofisticados, recursos mineros y energéticos, en un mundo con demanda creciente de estos bienes y servicios, inserto en una región que se ha convertido en un “buen vecindario”.
Y aquellos sectores con mayor atraso relativo, o que requieren extremada protección, podrían, con incentivos adecuados, adaptarse o cambiar sin demasiados traumas y con un balance general más de ganadores que de perdedores.
Sin embargo, para concretar esta tendencia positiva, los problemas estructurales, los que responden a la acumulación de malas políticas y los derivados del giro militante impuesto en el comienzo del segundo período presidencial, deberían ser enfrentados con cambios drásticos, en algunos casos de ciento ochenta grados.
Como difícilmente esto suceda, al menos en el corto plazo, la “pulseada” entre una coyuntura relativamente mejor, Dios soja mediante, y esperando que la pesificación forzada no “explote”, los crecientes problemas estructurales definirán el escenario futuro.
Pero a la larga, lo estructural siempre se impone. Dicen que los pueblos que ignoran su historia están condenados a repetirla. Pero no se sabe qué pasa con los pueblos que, en lugar de ignorarla, la reescriben, la reinventan o la falsean.