Mucho se habla estos días en Estados Unidos del voto de las mujeres. Los dos candidatos a la presidencia las cortejan como novios obsequiosos porque saben que muchas de ellas están sopesando seriamente lo que se juegan con uno u otro. Y precisamente, mientras deshojan la margarita entre Obama y Romney, aparecen datos que pueden contribuir aún más al desencanto generalizado de las féminas.
Si se tiene en cuenta que las estadounidenses no pudieron votar hasta 1920, desde entonces, como reza el famoso anuncio de cigarrillos, “ we’ve come a long way baby”. Pero otra lectura, bastante más ajustada a la realidad, indica que, a pesar de los avances que trajo la revolución sexual a partir de la década de los sesenta, el camino recorrido no ha dado los resultados esperados. Por ejemplo, se acaba de publicar un estudio del American Association of University Women realizado en 2009 con 15,000 participantes, cuyas conclusiones son descorazonadoras: un año después de haber obtenido un título universitario, una mujer gana el 82% de lo que percibe un hombre en la misma categoría laboral.
Actualmente en Estados Unidos hay más universitarias que universitarios y cada vez hay más hogares donde las mujeres son activas en la fuerza laboral mientras sus maridos, muchos de ellos con menos formación académica, se encuentran varados en el desempleo. Entonces es inevitable preguntarse qué sucede para que en las empresas y despachos del país la generación más preparada de mujeres no disfrute de las mismas o mejores condiciones económicas que sus colegas del sexo opuesto. Y no basta con seguir repitiendo la falacia de que las mujeres no saben “venderse” con la misma pericia que los hombres, ya que el problema seguramente radica en la percepción que de ellas tienen quienes las entrevistan en el proceso de selección.
Es evidente que es muy difícil erradicar la inercia de siglos a lo largo de los cuales las mujeres fueron ciudadanas de tercera y limitadas a las funciones de amas de casa y madres. El mundo, sobre todo el femenino, dio un vuelco radical con la batalla de los derechos civiles, pero las viejas formas han pervivido en las altas esferas –principalmente dirigidas por hombres– a la hora de valorar a las mujeres.
Tal es el grado de desigualdad en el ámbito laboral que una noticia proveniente de Birmingham, en Inglaterra, ha acaparado las portadas de los medios: allí la Corte Suprema finalmente le ha dado la razón a un grupo de antiguas empleadas del Ayuntamiento de esta localidad, después de que éstas lucharan por que se les reconociese el derecho a cobrar una paga extraordinaria que durante años obtuvieron sus compañeros de trabajo varones y que a ellas les fue negada.
Cuando este espinoso asunto se trae a colación siempre hay alguien que apunta al factor de la maternidad como un freno potencial en el ascenso profesional de las mujeres. Pero este engañoso (o tal vez machista) argumento hace agua con observaciones tan acertadas como las que acaba de hacer al diario El País Belén Frau, directora general de Ikea Ibérica. Ante esta disyuntiva, Frau explica cómo ha aprendido de un modelo tan progresista como el de los países nórdicos, con sus políticas de igualdad y medidas de conciliación laboral. Cuando esta sobresaliente empresaria comenzó a trabajar para la compañía sueca estaba embarazada de ocho meses, algo que no la perjudicó, pues sus empleadores le puntualizaron que ellos debían adaptarse a ella y no al revés. La responsable de Ikea en España, que disfrutó de medio año de baja por maternidad, asegura que en la larga vida laboral de una ejecutiva cuatro o seis meses no significan nada frente al fruto del esfuerzo y el trabajo de años.
De Obama y Romney habrá quien repita el manido dicho “detrás de un gran hombre hay siempre una gran mujer”. Pero la pregunta que debemos hacernos es “¿Quién está detrás de las mujeres?” Me temo que nadie. Como habría dicho Gary Cooper, estamos solas ante el peligro.
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