Por Carlos Alberto Montaner
Los estudiantes universitarios chilenos suelen protestar contra el gobierno de su país. Lo hicieron contra la señora Bachelet, que es de izquierda, y lo hacen contra el señor Piñera, que es de derecha. A veces las protestas son pacíficas y, a veces, como las más recientes, devienen en considerables actos vandálicos cometidos por minorías violentas infiltradas en el movimiento estudiantil.
Los jóvenes chilenos demandan buenas universidades y enseñanza de calidad, pero no quieren pagar por esos servicios. Exigen que otros se los paguen. (Eso siempre es estupendo). Tienen 18 años o más. Son mayores de edad. Pueden votar, elegir y ser electos, ir al ejército, casarse sin autorización de nadie, crear empresas, invertir, engendrar hijos a los que están obligados a cuidar, ir a la cárcel si cometen delitos, consumir alcohol o tabaco, pero suponen que la responsabilidad de pagar por su educación es cosa de otros. Son, o deben ser, adultos responsables en todo, menos en eso.
Realmente, es una conducta incoherente o, por lo menos, extraña. ¿Por qué el conjunto de la sociedad debe pagar los estudios universitarios de una minoría de adultos privilegiados que, a partir de la graduación, ganará una cantidad de dinero considerablemente mayor que la media de quienes no han pasado por esos recintos académicos? ¿No es una hiriente inmoralidad que los trabajadores de a pie paguen con sus impuestos los estudios de quienes luego serán sus jefes y empleadores?
Pero hay otra incongruencia todavía peor: los estudiantes universitarios chilenos pretenden que la educación no pueda ser objeto de lucro. Si Platón y Aristóteles hubieran ejercido su magisterio en el Chile de estos tiempos, y no en la Atenas de los siglos V y IV antes de Cristo, los hubiesen acusado de codiciosos explotadores por haber creado la Academia y el Liceo con el propósito de ganar dinero formando a sus alumnos.
Los estudiantes chilenos no advierten que están planteando un contrasentido. No hay nada moralmente censurable en el lucro. Lucro es sinónimo de logro, de misión cumplida. Si ellos quieren una educación de calidad, creativa, original, oficiada por profesores competentes, la mayor parte de las veces tendrán que atraer a los mejores con buena remuneración, con reconocimientos públicos y con posibilidades de enriquecimiento.
Hay algunos seres excepcionales, dotados de una intensa vocación, generalmente religiosos, dispuestos a enseñar por un plato de comida, una cama de tabla y dos palmos de techo, pero son pocos. A Einstein lo reclutaron en Princeton enviándole un cheque en blanco que él rellenó a su capricho.
¿Dónde está la falta en que unas personas decidan crear una empresa para vender enseñanza si hay otras criaturas dispuestas a pagar el precio que les piden para adquirir esos conocimientos? Una de las mejores universidades de Centroamérica es la Francisco Marroquín de Guatemala, una institución que es y se maneja como una empresa privada. ¿Por qué es inmoral vender educación y no vender agua, comida, medicinas o zapatos, bienes, sin duda, más importantes para la supervivencia que los conocimientos universitarios?
El argumento de que las universidades privadas con fines de lucro a veces no tienen suficiente calidad y deben clausurarse carece de sentido. Tampoco cerramos los restaurantes malos con fines de lucro, y mucho menos los comedores populares, que suelen servir unos platos espantosos a los indigentes. ¿Por qué no permitir que los consumidores de esos servicios educativos decidan libremente con su dinero cuáles universidades triunfan y cuáles fracasan?
En América Latina muchas universidades públicas son rematadamente malas y no por eso pedimos que las cierren. Como no se cansa de denunciar Andrés Oppenheimer, entre las 500 mejores universidades del planeta, apenas comparecen tres o cuatro latinoamericanas y están a la cola del grupo.
Hay algo terriblemente autoritario e hipócrita en el comportamiento y las demandas de esos estudiantes chilenos. Lo terrible es que ellos, que esperan que otros les paguen sus estudios, y que condenan a quienes están dispuestos a arriesgar su capital y su trabajo para crear instituciones educacionales lucrativas, cuando terminan sus carreras suelen o intentan convertirse en profesionales económicamente exitosos. Para ellos el lucro sólo es malo cuando lo persigue el otro. Eso se llama cinismo.