Por Enrique Fernández García
Que un alma insatisfecha insurja contra las demás, no es envidia, como piensa la torpeza de tierra adentro. Esa ruptura, antes que incidente de individuos, es un fenómeno social.
Fernando Diez de Medina
La indulgencia y el deseo de no molestar al semejante, aunque sea éste un connotado cretino, se han convertido en problemas que contribuyen a ensombrecer nuestra realidad. Pocos errores son tan graves como creer que debe imperar exclusivamente la paz. No es necesario que aguardemos demasiado tiempo para notar, con claridad, cuán ineficaz resulta tener esta posición. Los apóstoles de la benevolencia impiden mejoras, pues defienden actitudes favorables al desdén por lo que se lleve a cabo en esta vida. Por más que se haga para evitarnos molestias, consentir una maldad es igual a obviarla. Lo correcto es denunciar, sin temor de por medio, las irregularidades que percibamos a diario. La tarea cumplida por los que obren así es digna de alabanza. Esos individuos serán los que, arma verbal en ristre, nos ayudarán a identificar las estupideces del mundo. Su embestida puede ser el inicio de un cambio que ofrezca nuevas dichas. Por esta razón, es imprescindible que no exista ningún terreno en el cual sus ataques sean excluidos.
Aun cuando sea posible equivocarse al censurar éticamente a otro individuo, atacándolo con una furia que se juzgue perfecta, esos yerros son preferibles a la postura de quienes soportan cualquier tipo de insensatez. La contemplación de una iniquidad es un defecto que debemos condenar. Los responsables tienen que ser objeto de las recriminaciones correspondientes. Nada debe impedir que haya gente dispuesta a colocarse en un púlpito y, empleando palabras de gran impacto, regañar al conciudadano. Su presencia debe ser agradecida por la comunidad entera. Los defensores de la caridad pueden prestar un servicio que sea provechoso; no obstante, las personas que reprenden al inmoral tienen una utilidad superior. El cumplimiento de este papel es fundamental para evitar decadencias sociales. Es aguantable que se incurra en un despropósito por primera vez; incluso, dependiendo de las circunstancias, podría ser llevadera la reincidencia. Lo inexcusable es que no se reprochen tales inconductas con aspereza, peor todavía si son efectuadas por un hombre partidario de una existencia sin escrúpulos.
Asimismo, la educación es un campo en donde se pueden disparar críticas considerables. Desde la primaria, queda claro que los profesores mediocres no se caracterizan por ser discretos ni constituir una minoría. No es casual que la excelencia estudiantil sea una de las utopías poderosas del presente. Nadie discute que la sociedad precisa de los educadores, pues, sin su guía, muchos individuos no podrían acceder siquiera a estadios elementales del conocimiento. Lamentablemente, son escasos los seres humanos que pueden evitar esa sumisión magisterial, formándose a sí mismos gracias al entusiasmo y la disciplina. Empero, ese oficio debe ser sometido a una observación inclemente; tras ello, es menester que las deficiencias originen cuestionamientos, reclamaciones, agravios. Aclaro que, para no afectar a todos quienes integran el gremio, se vuelve forzosa la identificación de los ineptos. De esta manera, cumpliendo esa laudable misión, un hombre debe interpelar al prójimo con una rigurosidad absoluta. Sin duda, cuando se procede así, es viable imaginar una enmienda que sea efectiva.
Urge también que los malgastadores de las rentas fiscales sean individualizados. Es verdad que la civilización nos prohíbe tomar un rifle y acabar con los políticos incompetentes. Acoto que, por el número de armas requeridas para eliminar a esos mortales, tal masacre sería también económicamente inviable. Con todo, es factible que, aun antes de las elecciones, un ciudadano se decante por sancionar a sus representantes. Porque no hay que pensar sólo en votar a otro sujeto; debe hacerse lo suficiente para delatar las taras del antecesor. El retorno al ámbito público no puede sino generar perjuicios de diversa índole. Por consiguiente, colocarlo bajo nuestra mira es un acto que debemos agradecer. Ello atañe al hombre que, como en los casos ya explicados arriba, quiere ayudar a revelar las miserias de su medio. Merced a esta labor, estaremos en condiciones de reforzar las ofensas que se consumaron para resguardar nuestros valores. Por lo tanto, esas personas que se colocan a la vanguardia del desprecio colectivo son susceptibles de ser ensalzadas. Si les prestáramos mayor atención, podrían ayudarnos a eludir varios contactos con la imbecilidad, lo cual es siempre conveniente.
El autor es escritor, filósofo y abogado.