Por Álvaro Vargas Llosa
Dudo que el cónclave que eligió Papa al Cardenal Bergoglio supiera lo que hacía. No creo que sospechara que, además de un latinoamericano y un pastor sencillo, estaba colocando en el poder a un indignado. De haber presentido que votando por él aupaba a un indignado, imprevisible y peligroso protagonista social de nuestros días, hubiese optado por un latinoamericano distinto.
¿Por qué? Por la misma razón por la que el aparato soviético que escogió a Gorbachov se arrepintió: lo que querían era que algo cambiase para que nada cambiara, no que alguien tirara de la manta. Francisco I, por ahora de gesto y palabra y acaso pronto de hecho, está subvirtiendo el orden. No digo que esté cambiándole el sentido a la Iglesia, revisando la doctrina esencial o replanteando su misión. Todo lo contrario: intenta que la Iglesia recupere aquello que, en el puro ejercicio del poder, la curia y el Vaticano han ido oscureciendo bajo el disimulo de una interpretación doctrinal hecha a la medida de esa praxis política. Pero lo que sí pretende subvertir, a juzgar por su discurso, es el orden político que lo eligió.
Cuando critica a los príncipes de la Iglesia por su aislamiento y verticalismo, defiende apasionadamente el Estado laico y la libertad religiosa, y exige expandir el rol de las mujeres en el catolicismo, como ha hecho en Brasil, apunta directamente contra el orden político de la Iglesia. Del mismo modo que cuando pide a los jóvenes hacer lío, denuncia a los gobernantes corruptos y clama por un diálogo entre quienes mandan y quienes protestan, apunta al orden político de los Estados seculares. En ambos casos actúa como un indignado. Procura hacerlo con sentido de los límites y espíritu constructivo, dos cosas que muchos indignados no han tenido en estos años, lo que lo aleja del anarquismo y lo sitúa en un punto que tiene de izquierda la censura contra el autoritarismo y la deshumanización del poder en distintas sus vertientes, y de derecha la prudencia de no pretender volver a las "enfermedades infantiles". Por esto último prefirió no reunirse con Leonardo Boff, símbolo de la derrotada teología de la liberación, en Brasil; y por eso empleó, precisamente, el término "enfermedades infantiles" al referirse, sin nombrarla, a esa corriente de inspiración marxista. Francisco I quiere recuperar el ideal del Concilio Vaticano II que la teología de la liberación desnaturalizó y que la reacción encabezada por Ratzinger a órdenes de Juan Pablo II en parte revirtió.
Para un liberal, como este servidor, la doctrina social de la Iglesia tendrá siempre cosas rescatables y otras debatibles. Pero lo que hoy importa, desde el punto de vista de la civilización, es que el Papa pretende renovar la Iglesia y desmontar una estructura que ha ido alejándola de la sociedad.
Esa renovación tiene dos tiempos. El primero, la seducción de las masas, está en marcha. El segundo, la reforma de la curia, la banca vaticana y el código penal, aun no se inicia en serio y no sabemos qué ocurrirá. Todo dependerá de que Francisco, además de un buen pastor, sea un buen político: que sepa mover las fichas que hay que mover en el momento en que hay que moverlas y organizar el juego de alianzas preventivas que exige todo proceso de cambio.
Bergoglio ha empezado por donde había que empezar: haciendo populismo evangélico. Arrancar afectando intereses creados tras bambalinas antes de establecer sus credenciales entre las candilejas lo hubiese condenado al fracaso. La cuestión pendiente es cuándo sentirá que tiene credenciales bastantes para la tarea política que definirá su Papado tanto o más que su misión evangélica.