
Por Enrique Fernández García
Caido del Tiempo
Desde la Antigüedad clásica se sabe que, bajo ciertas
circunstancias, los regímenes democráticos pueden degenerar y convertirse en
sistemas autoritarios. En cambio una genuina democracia está basada en factores
argumentativos y deliberativos, y estos últimos no son el fuerte del actual
modelo civilizatorio. H. C. F. Mansilla
Tal como lo
precisa Ferran Requejo Coll, el prestigio de la democracia es un fenómeno que
puede considerarse reciente. Desde que, en el siglo V a. C., Herodoto usó esa
palabra para referirse a la organización política de Atenas, reinante tras las
reformas consumadas por Clístenes, sus críticos han sido numerosos. En efecto,
durante las diversas épocas, encontramos personas que censuraron esa
construcción. Platón, Thomas Carlyle y Jorge Luis Borges son apenas tres de los
cuantiosos individuos que no la estimaban digna del afecto. En muchas
oportunidades, la historia nos ha mostrado que ese tipo de regímenes puede ser
destruido por elementos externos, pero también corrompido como consecuencia de
cuestiones propias de su naturaleza. Esto justifica, en suma, hablar de los
enemigos e insuficiencias que, a distintos niveles, tienden al aniquilamiento
del sistema glorificado por Pericles. Quizá estos razonamientos sirvan para
evitar el surgimiento de problemas superiores entre los hombres.