Por Carlos Alberto Montaner
¿Qué tiempo demorará Raúl Castro en descubrir que por el camino emprendido no aumentará la productividad de los cubanos, ni generará más riquezas, ni conseguirá aliviar la catástrofe dejada por su hermano? ¿Dos años? ¿Cinco? ¿Qué dirá para tratar de explicar su fracaso? El embargo ya no es una buena excusa. Nadie la cree. Acaso puede serle útil la cínica observación de Ramiro Valdés, cuando dijo que los cubanos padecen el "síndrome del pichón" y esperan que el papá Estado les ponga los alimentos en la boca. (Decir eso tras más de medio siglo de experimento comunista es un hiriente sarcasmo.)
Ya se sabe, porque el mismo Fidel lo ha comentado siempre entre sus allegados, que Raúl no es una persona muy leída, aunque es un administrador organizado. En todo caso, para entender lo que había que hacer en Cuba, Raúl no tenía que examinar las obras de los grandes economistas, sino mirar cuidadosamente el ejemplo de su padre Ángel Castro, quien llegó a Cuba como un pobre campesino gallego semianalfabeto, conscripto en el ejército español, repatriado a España tras la derrota del 98.
D. Ángel regresó a Cuba al principio de la República, y con su esfuerzo, astucia e intenso trabajo se convirtió en millonario en aquel bronco país destruido por los horrores de la guerra.
Primero, ¿por qué Ángel Castro volvió a Cuba? Porque se dio cuenta de que era una tierra de oportunidades. Había muchas más de las que encontraba en España.
Segundo, ¿cuál era la principal característica de su personalidad? Tenía el fuego y la imaginación del emprendedor. Veía una oportunidad y la exploraba.
Como tantos empresarios natos, no tenía capital, ni conocía una palabra de gerencia o de finanzas, pero sabía hacer negocios intuitivamente. Se movía en una dirección, o en otra, porque el capitalismo es tanteo y error, hasta que hallaba una actividad rentable y la explotaba.
Tercero, nadie le decía lo que tenía que hacer. Nadie le limitaba su esfuerzo ni le ponía trabas. Así, poco a poco, aquel gallego rudo y laborioso, fue desarrollando actividades empresariales relacionadas con la agricultura y el comercio.
Cuando murió en 1956 de una hernia estrangulada, dejó una fortuna de seis millones de dólares, que hoy serían unos ochenta, varias empresas organizadas y decenas de empleados que devengaban un salario en una de las zonas más pobres y alejadas de Cuba. Ángel Castro había prosperado al ritmo vertiginoso con que lo había hecho el país que lo acogió y con su esfuerzo había beneficiado al conjunto de la sociedad.
Mientras Ángel Castro trabajaba sin descanso, educó a sus hijos en buenas escuelas de La Habana, menos a Ramón, que le interesaba más el trabajo en la finca, y al propio Raúl, que no tenía madera de buen estudiante y vivía encandilado por su hermano Fidel, quien lo arrastró a las más delirantes y destructivas aventuras.
Su hermana Juanita, en cambio, sacó la veta empresarial del padre, o aprendió de su ejemplo, y siendo una niña ya había creado un cine comercial en los predios familiares, naturaleza psicológica que acaso explica por qué en el exilio desarrolló con éxito una pequeña actividad farmacéutica que le proporcionó una vida digna de clase media alta. Cuando se jubiló y la vendió, se convirtió en una persona rica, con una vejez asegurada y sin dificultades económicas.
Raúl debió haber aprendido que la prosperidad individual y colectiva se crea con la libertad, no con las reglas impuestas por los burócratas, y que el crecimiento de la sociedad es el producto del orden espontáneo que van generando con sus decisiones las personas que tienen el ímpetu empresarial y las urgencias de destacar y ganar dinero.
Es decir, exactamente lo contrario de lo que él está haciendo. Raúl pudiera haber revisado el Índice de Desarrollo Humano que publica Naciones Unidas todos los años, y habría encontrado que así conducen sus actividades los 25 países más prósperos y felices del planeta, pero, si ese esfuerzo intelectual le parecía excesivo, es triste que ni siquiera haya sido capaz de aprender del ejemplo de su padre. Ahí estaba encapsulada toda una lección de economía.