Por Álvaro Vargas Llosa
Es posible que este martes cierre sus puertas el gobierno federal estadounidense y que unos 800.000 empleados públicos, de los 2,1 millones que sirven allí, se queden en casa. A mediados de octubre la Administración podría, además, entrar en suspensión de pagos. Lo primero ha ocurrido sólo una vez; lo segundo, nunca.
Aunque los titulares dan cuenta de una lucha entre el ala radical del Partido Republicano, cercana al Tea Party, y Barack Obama en el Congreso, lo que más importa es la pugna al interior del conservadurismo. La nuez del asunto es un esfuerzo de realineamiento ideológico promovido por quienes quieren volver al Estado pequeño o, como dicen los estadounidenses, al “gobierno limitado”.
La administración arrastra un déficit crónico y una deuda que ya supera los US$ 16,7 billones, monto parecido al tamaño de la economía. Como el Congreso aprueba por separado los presupuestos y los niveles máximos de deuda permitidos, una mayoría de los representantes republicanos y algunos senadores de ese partido intentan, desde 2011, condicionar el aumento del endeudamiento al recorte del gasto público. Eso pasa en parte por trabar la aplicación de la reforma sanitaria del presidente, que la oposición ve como símbolo estatista. Obama, que hizo de ella el buque insignia de su gestión, se opone con uñas y dientes.
Si no llegan a un acuerdo antes del martes -o sea: si los demócratas no aceptan postergar la aplicación de la reforma sanitaria o los republicanos no renuncian al condicionamiento mencionado-, no se aprobará una autorización para extender la financiación del gobierno federal y por lo tanto cerrará. Si esto ocurre, no se ve cómo podría haber luego un acuerdo para elevar el techo de la deuda.
Surgen dos preguntas. Uno: ¿Está Obama dispuesto a correr ese riesgo calculando que, como le pasó a Bill Clinton cuando los republicanos cerraron el gobierno federal durante un mes en 1995, será la oposición la que pagará el costo político? Dos: ¿Están los republicanos convencidos de que, a diferencia de 1995, el país está tan hastiado del desastre fiscal que el cierre desgastará sobre todo al gobierno?
Es posible que la respuesta a ambas preguntas sea sí. Por tanto, el “cerrojazo” no es una hipótesis académica. El debate clave de cara al futuro es el del Partido Republicano consigo mismo. Un sector conservador acorralado intenta frenar a los radicales. Entre ellos está el líder opositor en el Senado, Mitch McConnell. Pero ese sector, incluido McConnell, empieza a ver su releección amenazada.
El desenlace de esta confrontación ideológica y generacional tendrá lugar en dos tiempos: las legislativas de 2014 y las presidenciales de 2016. Si los radicales toman el control -lo que supone que el candidato presidencial provenga de esa ala-, estaremos ante un hecho mayúsculo. Si no lo logran, hay la posibilidad de que ese movimiento derive en un tercer partido.
Pase lo que pase, la pugna se trasladará al escenario nacional: a la cabeza de los republicanos o un tercer partido, el sector libertario del conservadurismo planteará un desafío frontal al sistema, una recusación del armazón gubernamental erigido desde el “New Deal” de Roosevelt hasta hoy, pasando por la “Gran Sociedad” de Lyndon Johnson. No ha habido una reacción antiestatista así desde Barry Goldwater (que fue derrotado) y Ronald Reagan (que pudo desacelerar el crecimiento del Estado pero no frenarlo).
Ganen o pierdan en ese escenario hipotético, el mero hecho de que EE.UU. se sitúe ante semejante choque de modelos de sociedad dirá mucho sobre el trauma que ha provocado la tercermundización de las finanzas públicas.