Por Álvaro Vargas Llosa
Ninguna encuesta ha hecho nunca abdicar a un monarca, pero ningún monarca en la era moderna puede reinar sin el consentimiento y respaldo de la opinión pública. Esta dualidad -la condición de jefe de Estado no sujeta a los humores ciudadanos sino al mandato institucional y la condición de rey de una democracia liberal cuyas instituciones reposan sobre el consenso popular- está más viva que nunca en la España de Juan Carlos. A tal punto, que está desgarrando a la monarquía, escindida entre el deseo del rey de seguir cumpliendo sus funciones y el reclamo, ahora mayoritario, de quienes le piden que abdique, para evitar que la disminución del consenso en torno a la institución acabe comprometiendo su supervivencia.
Dos hechos renovaron en días recientes la tensión entre ambas cosas. Uno, la encuesta de Sigma Dos, publicada por El Mundo, reveló que 62 por ciento de los españoles piensa que Juan Carlos debe abdicar en favor de su hijo, el príncipe Felipe, lo que representa un aumento de 17 puntos porcentuales en un año. Otro, la imputación de la infanta Cristina por blanqueo de dinero y delito fiscal en relación con la ONG de su marido, Iñaki Urdangarin, confirma dos cosas: que ya la Familia Real no es intocable y que no hay un horizonte previsible para el fin de los problemas que han hecho tanto daño al prestigio de la Corona.
Nada de esto sería grave sin un dato clave: por primera vez, el respaldo a la monarquía ha caído ligerísimamente por debajo del 50 por ciento y la cifra de quienes quieren abolirla está a apenas seis puntos de los que opinan lo contrario. Por tanto, el drama aparenta ser este: la continuidad del rey supone la disminución continua del respaldo a la monarquía y la creciente posibilidad de que el propio príncipe Felipe, que todavía goza de buena imagen, acabe siendo incapaz de rescatar a la institución cuando le llegue la hora.
El rey, en cuyo físico se refleja ya el castigo emocional de los últimos dos años, ha manifestado su determinación de seguir. Lo animan, es evidente, dos motivos: uno, institucional, tiene que ver con el riesgo de que una abdicación acabe debilitando, en lugar de fortalecer, a una institución que, a pesar de todo, siempre fue frágil en las décadas transcurridas desde la transición democrática. El otro motivo tiene que ver con el orgullo: el hombre a quien el mundo asociaba -con toda justicia- con el éxito de la transición española no quiere irse antes de haber recobrado su prestigio.
El problema -para él, para su hijo, para el gobierno, para España- es que no es seguro que los españoles, cuyos sentimientos están enervados por la crisis, quieran esperar lo que hace falta para que Juan Carlos se vaya por la puerta grande, si ello es aún posible. ¿En qué momento cundirá en la clase política y la Casa Real suficiente pánico como para forzar las cosas? ¿O será el propio rey quien, lúcido respecto de los riesgos de seguir erosionando las bases de la institución que encarnará su hijo, tomará la grave, la trágica, decisión?
Nadie lo sabe con exactitud. Pero, a medida que la tensión entre Cataluña y Madrid presiona sobre la unidad del reino con el horizonte de un posible referéndum soberanista ilegal a fin de año convocado por el gobierno catalán, va siendo más urgente que la Corona mantenga su carácter de factor aglutinante. Y eso podría, eventualmente, exigir un traspaso en las alturas.