El País, Madrid
El pueblecito toscano de Certaldo conserva sus murallas medievales, pero la casa donde hace siete siglos nació Giovanni Boccaccio fue bombardeada durante la Segunda Guerra Mundial. Ha sido reconstruida con esmero y desde su elevada terraza se divisa un paisaje de suaves colinas con olivares, cipreses y pinos que remata, en una cumbre lejana, con las danzarinas torres de San Gimignano.
Lo único que queda del ilustre polígrafo es una zapatilla de madera y piel carcomida por el tiempo; apareció enterrada en un muro y acaso no la calzó él sino su padre o alguno de los sirvientes de la casa. Hay una biblioteca donde se amontonan los centenares de traducciones del Decamerón a todas las lenguas del mundo y vitrinas repletas con los estudios que se le dedican. El pueblecito es una joya de viviendas de ladrillos, tejas y vigas centenarias, pero minúsculo, y uno se pregunta cómo se las arregló el señor Boccaccio papá para, en lugar tan pequeño, convertirse en un mercader tan próspero. Giovanni era hijo natural, reconocido más tarde por su progenitor y se ignora quién fue su madre, una mujer sin duda muy humilde. De Certaldo salió el joven Giovanni a Nápoles, a estudiar banca y derecho, para incrementar el negocio familiar, pero allí descubrió que su vocación eran las letras y se dedicó a ellas con pasión y furia erudita. Eso hubiera sido sin la peste negra que devastó Florencia en 1348: un intelectual de la elite, amante de los clásicos, latinista, helenista, enciclopédico y teólogo.
Tenía unos 35 años cuando las ratas que traían el virus desde los barcos que acarreaban especias del Oriente, llegaron a Florencia e infectaron la ciudad con la pestilencia que exterminó a 40.000 florentinos, la tercera parte de sus habitantes. La experiencia de la peste alejó a Boccaccio de los infolios conventuales, de la teología y los clásicos griegos y latinos (volvería años más tarde a todo ello) y lo acercó al pueblo llano, a las tabernas y a los dormideros de mendigos, a los dichos de la chusma, a su verba deslenguada y a la lujuria y bellaquerías exacerbadas por la sensación de cataclismo, de fin del mundo, que la epidemia desencadenó en todos los sectores, de la nobleza al populacho. Gracias a esta inmersión en el mundanal ruido y la canalla con la que compartió aquellos meses de horror, pudo escribir el Decamerón, inventar la prosa narrativa italiana e inaugurar la riquísima tradición del cuento en Occidente, que prolongarían Chaucer, Rabelais, Poe, Chéjov, Conrad, Maupassant, Chesterton, Kipling, Borges y tantos otros hasta nuestros días.
No se sabe dónde escribió Boccaccio el centenar de historias del Decamerón entre 1348 y 1351 —bien pudo ser aquí, en su casa de Certaldo, donde vendría a refugiarse cuando las cosas le iban mal—, pero sí sabemos que, gracias a esos cuentos licenciosos, irreverentes y geniales, dejó de ser un intelectual de biblioteca y se convirtió en un escritor inmensamente popular. La primera edición del libro salió en Venecia, en 1492. Hasta entonces se leyó en copias manuscritas que se reprodujeron por millares. Esa multiplicación debió de ser una de las razones por las que desistió de intentar quemarlas cuando, en su cincuentena, por un recrudecimiento de su religiosidad y la influencia de un fraile cartujo, se arrepintió de haberlo escrito debido al desenfado sexual y los ataques feroces contra el clero que contiene el Decamerón. Su amigo Petrarca, gran poeta que veía con desdén la prosa plebeya de aquellos relatos, también le aconsejó que no lo hiciera. En todo caso, era tarde para dar marcha atrás; esos cuentos se leían, se contaban y se imitaban ya por media Europa. Siete siglos más tarde, se siguen leyendo con el impagable placer que deparan las obras maestras absolutas.
En la veintena de casitas que forman el Certaldo histórico —un palacio entre ellas— hay una pequeña trattoria que ofrece, todas las primaveras, “El suntuoso banquete medieval de Boccaccio”, pero, como es invierno, debo contentarme con la modesta ribollita toscana, una sopa de migas y verdura, y un vinito de la región que rastrilla el paladar. En los carteles que cuelgan de las paredes de su casa natal, uno de ellos recuerda que, en la década de 1350 a 1360, entre los mandados diplomáticos y administrativos que Boccaccio hizo para la Señoría florentina, figuró el que debió conmoverlo más: llevar de regalo diez florines de oro a la hija de Dante Alighieri, Sor Beatrice, monja de clausura en el monasterio de Santo Stefano degli Ulivi, en Rávena.
Descubrió a Dante en Nápoles, de joven, y desde entonces le profesó una admiración sin reservas por el resto de la vida. En la magnífica exposición que se exhibe en estos días en la Biblioteca Medicea Laurenziana de Florencia —Boccaccio: autore e copista—, hay manuscritos suyos, de caligrafía pequeñita y pareja, copiando textos clásicos o reescribiendo en 1370, de principio a fin, veinte años después de haberlas escrito, las mil y pico de páginas del Decamerón que poco antes había querido destruir (era un hombre contradictorio, como buen escritor). Allí se ve a qué extremos llegó su pasión dantesca: copió tres veces en su vida la Comedia y una vez la Vita Nuova, para difundir su lectura, además de escribir la primera biografía del gran poeta y, por encargo de la Señoría, dictar 59 charlas en la iglesia de Santo Stefano di Badia explicando al gran público la riqueza literaria, filosófica y teológica del poema al que, gracias a él, comenzó a llamarse desde entonces “divino”.
En Certaldo se construyó hace años un jardín que quería imitar aquel en el que las siete muchachas y los tres jovencitos del Decamerón se refugian a contarse cuentos. Pero el verdadero jardín está en San Domenico, una aldea en las colinas que trepan a Fiesole, en una casa, Villa Palmieri, que todavía existe. De ese enorme terreno se ha segregado la Villa Schifanoia, donde ahora funciona el Instituto Universitario Europeo. Aquí vivió en el siglo XIX el gran Alejandro Dumas, que ha dejado una preciosa descripción del lugar. Nada queda, por cierto, de los jardines míticos, con lagos y arroyos murmurantes, cervatillos, liebres, conejos, garzas, y del soberbio palacio donde los diez jóvenes se contaban los picantes relatos que tanto los hacían gozar, descritos (o más bien inventados) por Boccaccio, pero el lugar tiene siempre mucho encanto, con sus parques con estatuas devoradas por la hiedra y sus laberintos dieciochescos, así como la soberbia visión que se tiene aquí de toda Florencia. De regreso a la ciudad vale la pena hacer un desvío a la diminuta aldea medieval de Corbignano, donde todavía sobrevive una de las casas que habitó Boccaccio y en la que, al parecer, escribió el Ninfale fiesolano; en todo caso, muy cerca de ese pueblecito están los dos riachuelos en que se convierten Africo y Mensola, sus personajes centrales.
Todo este recorrido tras sus huellas es muy bello pero nada me emocionó tanto como seguir los pasos de Boccaccio en Certaldo y recordar que, en este reconstruido local, pasó la última etapa de su vida, pobre, aislado, asistido sólo por su vieja criada Bruna y muy enfermo con la hidropesía que lo había monstruosamente hinchado al extremo de no poder moverse. Me llena de tristeza y de admiración imaginar esos últimos meses de su vida, inmovilizado por la obesidad, dedicando sus días y noches a revisar la traducción de la Odisea —Homero fue otro de sus venerados modelos— al latín hecha por su amigo el monje Leoncio Pilato.
Murió aquí, en 1375, y lo enterraron en la iglesita vecina de los Santos Jacobo y Felipe, que se conserva casi intacta. Como en el Certaldo histórico no hay florerías, me robé una hoja de laurel del pequeño altar y la deposité en su tumba, donde deben quedar nada más que algunos polvillos del que fue, y le hice el más rápido homenaje que me vino a la boca: “Gracias, maestro”.
© Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Ediciones EL PAÍS, SL, 2014.
© Mario Vargas Llosa, 2014.