Por Álvaro Vargas Llosa
Esta semana, como se ha vuelto habitual cada año, se reunió en Lima una nutrida tribu liberal en el amplio sentido de la palabra, bajo la convocatoria de la Fundación Internacional para la Libertad. Políticos, académicos y gentes del mundo de las comunicaciones debatieron durante dos días lo habido y por haber: la agenda pendiente, el drama de Cuba y Venezuela, el giro de Chile a la izquierda, la legalización de las drogas, el futuro de los organismos hemisféricos, la educación.
Las jornadas intensas -en las que tuve el gusto de participar- permiten sacar algunas conclusiones sobre el “estado” del liberalismo hispanoamericano que creo útil resumir.
Por lo pronto, es una tribu amplia. No se sienten incómodos formando parte de ella o acercándose coquetamente a ella, personas que vienen de -o se sitúan en- cierta derecha y cierta izquierda. Allí estaban desde Sebastián Piñera y el ex Presidente mexicano Felipe Calderón, hasta el intelectual socialdemócrata peruano Alfredo Barnechea y el chef-empresario Gastón Acurio, un hombre vinculado por herencia al histórico partido Acción Popular de Fernando Belaunde. El liberalismo, aunque es un ideario, no es un dogma. Y mucho menos un conjunto de intereses. Al contrario: con frecuencia en las exposiciones los intereses privados fueron blanco de críticas.
Precisamente, porque no es un dogma o una “corporación”, admite una diversidad polémica. La interpretación de Arturo Fontaine sobre el giro a la izquierda y el populismo de la agenda chilena -parecida a la que ha hecho en el propio Chile- es en el fondo una crítica a la derecha liberal, al mismo tiempo que una advertencia severa a la izquierda. En ese sentido fue especialmente interesante la deportividad con que Sebastián Piñera oyó y “encajó” el análisis del académico e intelectual chileno -con el que luego no tuvo reparos en tener un constructivo intercambio en un almuerzo privado junto a otros participantes.
Entre la visión de quienes piensan que la “izquierdización” chilena es hija de la prosperidad y quienes creen que es también hija de los excesos y el economicismo de la derecha, hay un espacio de discusión fascinante entre los propios liberales.
La ausencia de dogma rígido se observa también cuando la discusión se traslada de países y hechos concretos al terreno de los principios morales o de la moral pública: el candidato presidencial uruguayo Jorge Larrañaga (casi seguro vencedor, según los sondeos, de las próximas elecciones primarias del Partido Blanco para enfrentarse a Tabaré Vázquez, el candidato oficialista que buscará regresar al poder) atacó la legalización de las drogas con el mismo ahínco con que la defendió el español Antonio Escohotado, una de la más respetadas autoridades internacionales en esta materia hoy en día. Larragaña cuestiona el intervencionismo del gobierno de Pepe Mujica en asuntos económicos y mediáticos, pero cuestiona también el liberalismo de Mujica en asuntos valóricos. En ese sentido, una parte de su impugnación viene desde la derecha, la otra desde la izquierda.
Otra observación que salta a la vista es que Venezuela se ha convertido en la gran causa liberal de Hispanoamérica. Nada concita más pasión y unanimidad. Me tocó el honor de presentar a María Corina Machado, cuyo arribo fue “hitchcockiano” porque el régimen autoritario le había impedido salir de Caracas el domingo y retrasó lo más que pudo su participación pero logró aterrizar a tiempo en Lima y, ayudada por la policía de un gobierno amigo de sus enemigos, llegar antes de finalizar la jornada. Cuando el avión aterrizó, Diosdado Cabello, mandamás de la Asamblea Nacional, anunciaba desde Caracas que despojaba a la diputada de su escaño, paso que sugiere un próximo encarcelamiento pues esta operación la priva de la inmunidad. La respuesta desafiante de Machado contra ese grosero atropello, entre ovaciones y escenas tumultuosas, tuvo un cierto aire a martirio. Machado está dispuesta a seguir hasta las últimas consecuencias y todos sabemos que las últimas consecuencias pueden ser una bala en la cabeza o la cárcel. Venezuela, como no se había visto en América Latina desde la tragedia cubana, ha adquirido hoy unas dimensiones épicas para el liberalismo que quizá constituyen ese “relato”, esa simbología, esa dimensión sentimental y moral que el liberalismo tecnocrático y economicista había hecho desaparecer o al menos opacado.
La fuerza atronadora de esta visita a un evento aparentemente académico, de discusión reflexiva entre gentes de acción y gentes de pensamiento, acabó en un regreso de Machado a Caracas escoltada por parlamentarios peruanos que se embarcaron con ella desde Lima. Venezuela tiene hoy para el liberalismo hispanoamericano la fuerza que tuvo Chile para el socialismo en los años 80. Con una importante diferencia que en cierta forma potencia la dimensión épica de la causa: muchos gobiernos ayudaron abiertamente a las víctimas del pinochetismo y contribuyeron a aislar a Santiago en los 80, o al menos evitaron servir sus intereses, mientras que muy pocos hacen lo propio en el caso venezolano. La denuncia, pues, contra los gobiernos actuales del continente por parte de liberales solidarios con Venezuela sitúa al liberalismo, al que se suponía imperante en buena parte de América por el viraje a regañadientes de la mayoría de la izquierda hacia la economía de mercado, en una oposición contestataria. El congreso de la FIL en Lima parecía por momentos, en su espíritu de protesta y reclamo, el “Foro de Sao Paulo” del liberalismo. Venezuela ha convertido al liberalismo en la “izquierda” que insurge contra un establishment autoritario o cómplice del autoritarismo, es decir, contra lo que normalmente se asocia con la “derecha”.
Una tercera conclusión que me llevo de estas jornadas es que Brasil ha perdido fuelle. Fernando Schüler, durante mucho tiempo director de Fronteiras Do Pensamento, hizo una radiografía de la extraña contradicción entre la política doméstica y la política exterior de los gobiernos del PT brasileño y de los límites con los que el modelo ha topado en años recientes, responsables de la fuerte desaceleración de un país que venía hasta 2010 con viento de cola. Todos los análisis económicos -incluyendo las exposiciones de Piñera y Calderón, que fueron curiosamente más técnicas y menos políticas que las de muchos académicos- hicieron notar el cambio de fortuna del desempeño brasileño. Calderón fue incluso más lejos y habló de un serio problema estructural. El liberalismo, pues, ha pasado de ver en Brasil a un “aliado” que valida sus tesis y su triunfo ideológico ante una izquierda que ha adoptado ideas liberales, a hacer la crítica de lo que percibe hoy como un proceso de reformas que se truncó. El evidente subtexto de este cambio de percepción es que si Brasil sigue deteriorándose el liberalismo podría verse afectado por asociación, pues durante muchos años los propios liberales han urgido a países como Venezuela a adoptar las posturas de la izquierda moderna, de la que Brasil ha sido un emblema.
Me llamó la atención -y añado aquí una nueva conclusión- que Argentina no figurara de forma más prominente en el discurso liberal. Y no fue por la ausencia de argentinos: al contrario, acompañaron a Mauricio Macri, precandidato presidencial de cara a 2015, un buen número de empresarios y dirigentes. Me refiero a que en el discurso de los liberales la urgencia que tenía Argentina -salvo algunos casos y me incluyo entre ellos- no es la misma hoy. Aventuro una razón: la certeza que parecemos tener de que la era Kirchner llega a su fin de forma irreversible. Esto tiene sentido pero es doblemente peligroso: primero, porque la Argentina es un país refractario a toda previsibilidad; segundo, porque el modelo argentino necesita una crítica constante para disipar tentaciones peligrosas en las nuevas clases medias, tan dadas a la complacencia y exigir derechos olvidando deberes.
Así como ciertos temas van perdiendo algo de “punta”, otros la han cobrado de forma definitiva: la educación. Los liberales no tienen un “programa” de reforma educativa: tienen muchos y lo que los diferencia no es poca cosa. La izquierda “social” -por oposición a la política o académica- ha conseguido un efecto paradójico: que los liberales asuman la educación como causa con más fuerza que antaño. Las manifestaciones estudiantiles y magisteriales de España, Chile o México han tenido un componente de izquierda pero han dejado un sedimento liberal: el liberalismo hace hoy la crítica del sistema educativo, por primera vez en mucho tiempo, de forma sistemática. Aún no hay un recetario: algunos ponen el énfasis en la mejora de lo existente, otros en un cambio radical: sospecho que en los próximos cuatro o cinco años irá afinándose una propuesta. Quizá en esto el punto de encuentro con la izquierda es particularmente notable. Precisamente porque no hay un consenso “programático” todavía -hay quienes quieren expandir la elección y descentralizar las decisiones, pero hay quienes prefieren concentrarse en presupuestos y mejoras cualitativas de lo existente- las interrogantes superan a las certezas. Hay aquí una agenda mucho más abierta que en otros asuntos -por ejemplo comerciales o tributarios- en los que se llegó a un consenso hace mucho rato.
Esos serían los puntos principales. Hay otros más bien laterales que no es ocioso mencionar. Aquí va uno: el prestigio de la palabra liberal. A pesar de una década y media de asedio socialista contra el “neoliberalismo”, la palabra “liberal” vuelve a gozar de prestigio y eso permite a gentes que vienen de la izquierda -por ejemplo, el ex vicepresidente y novelista nicaragüense Sergio Ramírez, uno de los expositores- sentirse relativamente cómodos con ella (o al menos no salir corriendo por la primera puerta disponible). Interesante destino el de esta palabra, nacida en el tumulto de la invasión napoleónica a España en el siglo 19 y que ha servido a lo largo del tiempo para decir tantas cosas (a menudo contradictorias). Es, además, una de las contribuciones de la lengua española al léxico político universal, incluido el anglosajón. Otro apunte al margen: el liberalismo tiene hoy muchos intelectuales y en ese sentido le ha arrebatado a la izquierda algo del monopolio que fue suyo en todo el ámbito de nuestra geografía. Hubo un tiempo en que ser intelectual y no ser de izquierda era un sacrilegio: hoy el liberalismo ha mordido carne en un sector amplio -no diría nunca que mayoritario- de la “intelligentsia” (si puedo usar esta “rusa” en más de un sentido). La corrupción y el autoritarismo de los años 90, la década asociada al liberalismo, no acabaron con el prestigio de esta etiqueta en el mundo del pensamiento y la comunicación. Es casi un milagro: quiere decir que el ejercicio de deslinde que han hecho muchos pensadores tal vez ha servido de algo.
Fascinantes jornadas, las de Lima, que me resulta imposible atrapar en estas breves reflexiones como quisiera.