Por Rafael Rojas
El País, Madrid
Poco después de una cumbre de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC) en La Habana, que intentó proyectar la imagen de un consenso bolivariano regional y poco antes del primer aniversario de la muerte de Hugo Chávez, estalló en Venezuela una ola de protestas populares en contra del Gobierno de Nicolás Maduro que, luego de dos meses, más de 40 muertos, cientos de heridos y miles de arrestados, obliga a repensar el presente y el futuro de la región. América Latina vive hoy un momento de diversificación civil y política, que ha dejado atrás la posibilidad de cualquier consenso ideológico, de izquierda o derecha.
La crisis venezolana acentúa la pérdida de influencia del bloque de la Alianza Bolivariana para las Américas (ALBA) en América Latina, que ya comenzaba a percibirse desde la convalecencia de Hugo Chávez; y merma, aún más, la capacidad del Estado venezolano para intervenir en procesos internos de otros países, como hemos visto en las últimas contiendas electorales. Esa depresión de la corriente bolivariana pudo constatarse en la propia cumbre de la CELAC, en La Habana, donde Brasil, México y Colombia tuvieron mayor relieve, y se ha confirmado en el impacto regional de las manifestaciones en Venezuela.
Una lectura sosegada del papel de América Latina en el conflicto venezolano demuestra que el Gobierno de Nicolás Maduro no ha recibido el apoyo que esperaba de sus aliados. Para empezar, antes de viajar a La Habana, el mandatario venezolano tuvo que postergar por tercera vez la cumbre de Mercosur, programada para los días siguientes a la reunión habanera, donde se buscaba relanzar el liderazgo de Venezuela. Ya en febrero, la explosión interna impidió al Gobierno de Maduro concentrarse en la agenda latinoamericana.
Caracas tuvo que destinar sus mayores energías a evitar que otros Gobiernos mostraran, públicamente, preocupación por la situación de los derechos humanos en Venezuela. El canciller Elías Jaua realizó una gira maratoniana por varias capitales (La Paz, Asunción, Montevideo, Buenos Aires, Brasilia…), en la que reiteró el relato de la crisis, manejado por los medios oficiales del ALBA: las protestas son construcciones artificiales de poderes foráneos (Álvaro Uribe, el imperio, la CIA…) y de sus agentes internos (la derecha “fascista” y “escuálida”), destinadas a provocar un golpe de Estado, según el guion de las revoluciones de colores y la primavera árabe.
La celebración del aniversario de la muerte de Chávez, en medio de las protestas, no tuvo el impacto que auguraba el Gobierno. La maquinaria sentimental del duelo no daba más de sí y los propios presidentes aliados, empezando por Raúl Castro —quien solo estuvo en Caracas unas horas y tuvo que soportar un recibimiento de consignas contra la injerencia cubana en Venezuela y hasta el desvanecimiento de la bandera de la isla en el aeropuerto—, aportaron poco a la legitimación del Gobierno. Además de Castro, asistieron al aniversario Daniel Ortega y Evo Morales, pero no Rafael Correa, quien, a pesar de su apoyo a Maduro, ha mantenido una actitud poco protagónica.
Algunos han interpretado el papel de la CELAC y de la Unión de Naciones Suramericanas (UNASUR) en la crisis venezolana desde la óptica de la “complicidad”, pero esa interpretación cae, con frecuencia, en el espejismo de atribuir al chavismo y al castrismo un predominio mayor del que poseen.
La declaración de la CELAC, por ejemplo, emitida por el canciller de Costa Rica, Enrique Castillo, manifestó “solidaridad con el pueblo de Venezuela” y alentó a su Gobierno a “propiciar un diálogo entre todas las fuerzas políticas del país” y a “garantizar la institucionalidad democrática, el respeto a la ley, a la información fidedigna y veraz y a todos los derechos humanos”. No hace mucho, Fidel o Chávez habrían considerado esa declaración un insulto.
En cuanto a UNASUR, la posición del bloque ha variado ligeramente desde la convocatoria a la primera reunión, que hiciera Rafael Correa antes de la toma de posesión de Michelle Bachelet, y la más reciente visita de los cancilleres a Caracas. A pesar de que los medios bolivarianos, especialmente los cubanos y los venezolanos, se han empeñado en fabricar una atmósfera de respaldo incondicional a Maduro —que reproducen especularmente muchos opositores y críticos—, lo cierto es que las cancillerías de Brasil, Chile, Colombia, Perú y Paraguay han entrado en contacto con asociaciones de la oposición y la sociedad civil, como Provea, el Movimiento Estudiantil, el Foro Penal Venezolano y la Mesa de la Unidad Democrática, y han confirmado las denuncias de represión.
A diferencia de la CELAC o UNASUR, la OEA es un foro que ofrece a la corriente bolivariana la ventaja de polarizar fácilmente el Norte y el Sur de América. La resolución acrítica sobre la crisis venezolana que propuso Bolivia en la OEA, en la que se extendía un cheque en blanco a Caracas, fue fuertemente objetada por Estados Unidos y Canadá y, ante la escisión, los latinoamericanos, con múltiples reservas, se inclinaron hacia el polo bolivariano. Pero, como recuerda el periodista venezolano Fabio Rafael Fiallo, las delegaciones de Chile, Colombia, Perú y Paraguay, además de la de Panamá, votaron en la OEA a favor de que la sesión en la que intervendría la diputada opositora, María Corina Machado, se abriera al público. El propio secretario general de la OEA, José Miguel Insulza, se ha manifestado en contra del desafuero de Machado, promovido por la Asamblea venezolana, aduciendo que es práctica común en ese foro interamericano que una delegación cobije a políticos de otro país.
Tan solo la idea de una mediación, como la ofrecida por UNASUR o el Vaticano, Brasil o Uruguay, implica un tipo de intervención que parte de la premisa de que el conflicto venezolano se ha quedado sin árbitro. El Estado es incapaz de desligarse del Gobierno, a pesar de los esfuerzos que hacen algunas instituciones por recuperar la imparcialidad. Ante ese escenario, sumamente cercano a una crisis de gobernabilidad, los medios del ALBA alternan entre dos versiones: un país con disturbios aislados, en el que la capacidad del Estado para preservar el imperio de la ley sigue intacta, o un país siempre al borde de un golpe de Estado, que nunca sucede.
Más allá de prudencias y vacilaciones entendibles, la posición de América Latina ha contribuido a arrojar luz sobre la complejidad de la crisis venezolana. Es equivocado atribuir esos escrúpulos a intimidaciones o chantajes o a una subordinación económica o ideológica a Caracas o a La Habana. La gobernabilidad es una condición a la que aspiran todos los Gobiernos del área, aunque unos con mayor respeto a las normas democráticas que otros. Si un Gobierno cualquiera interviene de manera ostensible en la crisis interna de un vecino puede sentar un precedente desfavorable para su propia gobernabilidad en el futuro. Y en América Latina no hay gobernabilidad plenamente asegurada, dados los altos índices de pobreza, desigualdad y violencia.
Las relaciones internacionales latinoamericanas comienzan a regirse por un neorrealismo democrático, que carece de una mínima institucionalización. De ahí la importancia de que organismos regionales como la CELAC desarrollen herramientas de mediación y resolución de conflictos, que establezcan, como premisa, la interlocución con las oposiciones y las sociedades civiles de cada país. No pueden construirse relaciones sólidas, en el siglo XXI, tomando en cuenta únicamente la forma en que los Gobiernos interpretan los intereses nacionales. Es preciso dar voz a los gobernados en las negociaciones internacionales, si se desea una América Latina con democracia, gobernabilidad e integración.
Rafael Rojas es historiador.