Por Álvaro Vargas Llosa
El martes, Mahmud Abbas, el Presidente de los palestinos, cumplió la amenaza de firmar una quincena de convenciones y tratados internacionales, algo que su “estatus” de Estado observador en la ONU -alcanzado en noviembre de 2012 en contra de la opinión de EE.UU. e Israel- le autoriza a hacer. El argumento -que Israel no ha liberado a 26 presos de larga data a los que se había comprometido a sacar de la cárcel- fue un pretexto. La verdadera razón es que desde julio, cuando un reelecto Obama planteó un nuevo intento por impulsar la negociación entre las partes tras el desastre del plan llevado a cabo durante su primera administración, Israel ha intensificado la construcción de asentamientos en los territorios ocupados y ha enviado claras señales de que su estrategia de hacer inviable un Estado palestino sigue viento en popa.
En sus primeros cuatro años Obama empeñó mucho capital en impulsar la negociación pero todo acabó en un fiasco cuando él y Benjamín Netanyahu se enfrentaron públicamente en la Casa Blanca. Obama había iniciado su gobierno con gestos hacia el mundo árabe y había puesto como referencia para una nueva negociación el regreso a las fronteras de 1967, un tema tabú para Israel, además de exigir el congelamiento de la colonización de los territorios ocupados. Al verse colocado contra las cuerdas por Obama, Netanyahu activó al lobby pro-israelí en Washington para hacer naufragar la iniciativa estadounidense. Estados Unidos tuvo que retroceder.
Al iniciarse la segunda administración, Kerry nombró al diplomático Martin Indyk, un duro detractor del gobierno demócrata en los cuatro años anteriores, como representante de EE.UU. de cara a un nuevo plan. Washington dejó de lado la premisa del regreso a las fronteras de 1967 y mantuvo en la ambigüedad la anterior condición relacionada con el congelamiento de los asentamientos. La idea era que todo esto ayudaría a Netanyahu, obligado a entregar trofeos a la organización de ultraderecha Casa Judía que forma parte de su coalición, a dar pasos concretos en favor de un acuerdo. Pero eso no ocurrió: desde que Kerry anunció formalmente la nueva iniciativa negociadora, se han levantado más de 10 mil edificaciones y las licitaciones no han parado. Además, Netanyahu, bajo presión de Casa Judía, que amenazó con salirse de la coalición y hacer caer al gobierno, dio marcha atrás en el calendario de liberación de presos palestinos. Todo esto es lo que ha llevado a Abbas a dar el paso simbólico pero importante de firmar acuerdos internacionales como Estado observador de la ONU. A pesar de ello, sin embargo, se ha visto, desde su extrema debilidad, obligado a mantener cierta cautela, confirmando que por ahora no retomará el esfuerzo por conseguir el “estatus” de Estado de pleno derecho al que aspira.
A estas alturas, Kerry maniobra intensamente para dar apariencia de bache transitorio a lo que es, a todas luces, el fracaso de este proceso. Ni Netanyahu quiere un acuerdo de paz ni la correlación de fuerzas al interior de Israel lo permite. Y Obama ya aprendió en su primera administración que quien pone a Israel contra las cuerdas acaba perdiendo el pulso, debido -a su vez- a la correlación de fuerzas dentro de Estados Unidos en todo lo tocante a Medio Oriente. EE.UU. e Israel desperdician así una oportunidad dorada de negociar un acuerdo definitivo con el más moderado y fiable líder palestino surgido en mucho tiempo.