Por Mario Vargas Llosa
El País, Madrid
El personaje principal de Prohibido entrar sin pantalones, de Juan Bonilla, que ha ganado la primera Bienal de Novela, en Lima, y que acabo de leer, no es Vladimir Maiakovski, sino el astuto, invisible y multifacético narrador: cuenta la historia simulando ser un cronista desapasionado y, de pronto, se convierte en lo que narra, es decir, en el protagonista del relato, para, unas frases o páginas después, volver a contar desde una cercanía impersonal. No hay cesuras entre lo objetivo y subjetivo, presente y pasado, lo privado y lo público, en la prosa serpentina de esta excelente novela que narra lo que crea y transgrede (sin que el lector lo note) todas las fronteras, transformándose también, por momentos, en los poemas estentóreos y las proclamas y manifiestos que el poeta futurista componía y recitaba casi al mismo tiempo en cafés, teatros, plazas, fábricas, convencido de que la poesía de vanguardia y el marxismo, aliados, cambiarían el mundo.
Gracias a esta oleaginosa y veloz manera de narrar, Prohibido entrar sin pantalones traza un soberbio fresco de la Rusia de los primeros decenios del siglo veinte, sacudida por dos terremotos simultáneos, el de unos poetas rupturistas y enloquecidos que, como Rimbaud, creían que a golpes de poesía se podía revolucionar la vida, el amor, la belleza, los sentidos, la moral, el lenguaje y las costumbres, y el de unos revolucionarios profesionales que, con el telón de fondo del caos y los estragos de la guerra mundial, instalarían bajo el liderazgo de Lenin la primera revolución proletaria y comunista de la historia.
Vladimir Maiakovski, futurista ruso, gigante narciso y ególatra, agitador y poeta genial, autodidacta, exhibicionista y payaso, estuvo en el centro de esos dos huracanes, creyendo, el muy ingenuo, que ambos sismos podían fundirse y complementarse. Su obra y su absorbente y corta vida fue una heroica y desesperada aventura, tratando de conseguir aquella imposible alianza, para descubrir, poco antes de suicidarse, que las revoluciones políticas, una vez que se convierten en poder absoluto y burocracia cancerosa, se tragan siempre a los poetas y a la poesía, domesticándolos y poniéndolos a su servicio. Las páginas de la novela que describen la guerra de guerrillas entre los distintos grupos y movimientos literarios y artísticos —los simbolistas, los acmeístas, los futuristas— en los cafés, los periódicos y revistas, los teatros y plazas de Moscú y Petrogrado son de una gran vivacidad y color y muestran que, en aquellos años que preceden a la Revolución de Octubre, la vida cultural alcanzó en Rusia una extraordinaria versatilidad.
Juan Bonilla modela con su versión de Maiakovski a un personaje fascinante, una fuerza de la naturaleza del que la poesía brotaba como una transpiración natural, no sólo en aquello que escribía, también en lo que hacía, decía y vivía. Sus ideas eran contradictorias y confusas, pero la manera como las exponía, con pasión contagiosa, insolencia y audacia verbal, deslumbraban a sus oyentes y lectores, y, en los primeros tiempos de la revolución, también a sus jerarcas: Trotski, Lenin, Lunacharski lo leyeron con admiración y le permitieron atrevimientos y majaderías. Con Stalin cambió su suerte. El “padrecito de los pueblos” tenía una idea muy precisa de la función utilitaria y propagandística de los poetas y la poesía y a los literatos refractarios los silenciaba, a veces matándolos y a veces sólo humillándolos, como a Bulgákov, a quien, pese a haber sido su amigo, lo rebajó de autor a barrendero del teatro donde antes se montaban sus obras.
Pese a que Maiakovski estuvo dispuesto a hacer algunas concesiones, que decepcionaron a sus antiguos compañeros del futurismo —durante el gobierno de Lenin aceptó ser testigo de cargo de la Cheka contra el primer marido de Anna Ajmátova, Nikolái Gumiliov, que fue fusilado, y durante el de Stalin escribió un poema de homenaje al Primer Plan Quinquenal— su suerte estaba sellada. Los ataques a su persona y a su obra no sólo provenían de la Asociación de Poetas Proletarios; también la prensa, los jóvenes universitarios, el público en general lo abucheaban en sus presentaciones, las editoriales rehusaban editarlo y hasta el circo de Moscú se negó a escenificar una de sus piezas. La prensa y los críticos oficiales habían convencido a la opinión pública que el antiguo ídolo era un elitista, un decadente y, acaso —infamia suprema— hasta un trotskista.
¿Era Vladimir Maiakovski una persona que, además de leerlo, uno hubiera querido tratar? A pesar del cariño y la admiración que delatan la vasta información sobre su vida, su obra y su época que despliega esta novela y la delicadeza del tratamiento que guía la palabra del narrador, Juan Bonilla expone todo este material con absoluta objetividad, de manera que yo respondería a aquella pregunta diciendo que no. Maiakovski era uno de esos escritores a los que es preferible leerlo que conocerlo, pues, en persona, debió ser inaguantable: un genio matón, petulante, auto referente y vanidoso. Todos los personajes que congenian con él son satélites que gravitan a su rededor, colonizados por su irresistible fuerza de atracción, como Osip Brik, que lo mantuvo desde muy joven y le permitió ser el amante de Lili, su mujer. Ésta es otro personaje que hechiza al lector casi tanto como el poeta, sin duda el único amor verdadero de Maiakovski, a la que nunca logró dominar y usar (como usó siempre a las muchas mujeres que cayeron en sus brazos) y que, en cambio, fue capaz de dominarlo y enjaularlo con su belleza, inteligencia y brujería. Lili Brik fue el único ser humano, entre sus amigos y próximos, capaz de entrar en ese vendaval arrasador que era la personalidad de Maiakovski y salir de allí absolutamente indemne. La descripción de las aventuras y desventuras de Lili Brik, actriz, feminista avant la lettre, musa de artistas, actores y literatos, emperatriz del sexo e inspiradora de los mejores poemas y los peores sufrimientos de Maiakovski es uno de los grandes logros de esta novela.
Con todo lo que ha pasado después, tendemos a olvidar algo que este libro resucita con brillo. Que, en sus primeros años, en vez de regimentar la vida cultural y convertirla en un instrumento de la propaganda del régimen, la revolución rusa —por lo menos mientras Lunacharski estuvo al frente de la educación y la cultura— propició la experimentación en todas las manifestaciones del arte e hizo un gran esfuerzo para que las obras de los mejores escritores y artistas rompieran su confinamiento y llegaran a las masas sin censura alguna. Este intento sedujo a pintores, músicos, actores, directores de teatro y de cine, poetas, novelistas, que, de este modo, contribuyeron a prestigiar la imagen de la revolución y a mitificarla. En verdad, el maridaje del Gobierno soviético y la vanguardia literaria y artística fue fugaz y terminó con la subida al poder de Stalin. En este breve paréntesis, Maiakovski fue la estrella máxima del espectáculo. Su talento hecho de improvisación, destreza, instinto, desmesura, encontró un auditorio a su medida en una sociedad que parecía estar cambiando desde sus raíces la historia de la humanidad y creando un mundo nuevo, tan original, perfecto y coherente como la mejor poesía. Eso le inspiró poemas, manifiestos y espectáculos sobresalientes, así como una vida de libertinaje y excesos temerarios que, a menudo, atropellaban la vida de los otros, como sus puños desbarataban la cara de los críticos que se atrevían a negarle la genialidad. Todo aquello era el resultado de un malentendido. Cuando Maiakovski lo descubrió, fiel a su amor por el ruido y la truculencia, se pegó el pistoletazo en el corazón con que se cierra esta intensa novela.
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© Mario Vargas Llosa, 2014.