Por Jan Martínez Ahrens
El País, Madrid
Franzuá, Guatemaltco de 14 años, en Saltillo.
Franzuá tiene 14 años y una sonrisa que se le dispara con enorme facilidad, sobre todo cuando se le mencionan las dos palabras mágicas: Estados Unidos. No habla inglés, carece de estudios y anda por tierras extrañas con los bolsillos vacíos, pero basta con hablarle del gran país del norte para que recupere el ánimo y, como cualquier adolescente, empiece a soñar: “Allí hay trabajo, se puede comer y tener casa, allí todo es barato…”. Hace un mes y cinco días que dejó Guatemala y se sumó sin saberlo a la enorme ola migratoria que golpea estos meses las puertas de Estados Unidos. Decenas de miles de menores que, enviados por sus padres o por decisión propia, abandonan sus hogares en el ardiente sur, en Guatemala, Honduras o El Salvador, para buscar una vida mejor más allá del Río Bravo.
- ¿Tienes parientes en Estados Unidos?
- No.
- ¿Sabes que si te detienen, te pueden deportar?
- Me darán asilo, porque soy menor.
- El Gobierno de Estados Unidos asegura que no.
- Pues me da igual, voy a Estados Unidos para no morirme de hambre.
Franzuá (así lo escribe él con el argumento de que es un nombre francés) ha dejado atrás, a más de 2.000 kilómetros, a su madre y un agotador trabajo como pulidor de vírgenes de escayola. Un empleo con jornadas de sol a sol por el que cobraba 50 quetzales (6,5 dólares) a la semana, una miseria incluso en un país con un PIB per cápita 16 veces inferior al de EEUU. Para cruzar la frontera mexicana esquivó, no a policías, sino asaltantes de caminos. Fue el momento más peligroso. Luego, en su viaje, "ha charoleado”(pedido limosna), subido a trenes de mercancías en marcha, y, sobre todo, se ha pegado, con esa sonrisa que luce, a todo el que conocía por el camino. Y ahora ha llegado hasta el árido estado mexicano de Coahuila, fronterizo con Texas. Bajo el crepúsculo azul, en la Casa del Migrante de Saltillo, Franzuá reflexiona. Tiene que dar el último paso. Atravesar una tierra de desiertos y alcanzar los pasos fronterizos controlados por los zetas, el cartel que formaron desertores de las tropas de élite mexicanas y que tan pronto decapita a sus víctimas como levanta capillas a la Santa Muerte.
- ¿Cómo lo harás?
- Pues me pegaré a alguien, como siempre.
- ¿Y no prefieres quedarte en México?
- A veces lo pienso, claro. Pero si he venido hasta aquí, tengo que salir adelante. He sufrido mucho, ¿sabes?
Franzúa anda descalzo por el patio del hogar de acogida. Lleva una gorra de béisbol, una camiseta de marca falsa y unos pantalones cortos. Es muy popular entre los otros migrantes. En el anochecer, algunos levantan pesas, mostrando tatuajes infames, otros charlan en voz baja. Los murmullos se enredan con los pasos perdidos. En un universo cargado de desesperación, se respira cierta tranquilidad.
“Es el último oasis. Aquí llega lo más sufrido de todo México. Hay víctimas de torturas, de violaciones; mutilados… Nosotros intentamos que se recuperen, les damos atención psicológica, laboral y legal, no solo comida y techo”, explica Pedro Pantoja, el sacerdote que dirige el hogar. Alto y de manos fuertes, su trabajo con los migrantes, una leyenda en la frontera, ha desatado la ira del crimen organizado. Y se lo han hecho saber. Asaltaron el edificio, grabaron sus conversaciones telefónicas, le dejaron 15 perros muertos a las puertas, le fueron a buscar. Pero el padre Pantoja, que cada noche duerme en un sitio diferente, sigue en pie. “No tengo miedo, porque estoy vivo”, afirma. Su refugio, ubicado en unas bodegas abandonadas de un barrio obrero del extrarradio de Saltillo, acoge unas 200 personas al día. Muchos reponen fuerzas y se van; otros se quedan hasta recuperarse del daño sufrido durante el viaje. Son parte del flujo migratorio que se derrama por toda Centroamérica en dirección norte y cuyas rutas trazan un mapa del horror. Lugares como San Fernando, en Tamaulipas, donde a finales de agosto de 2010 los zetas maniataron y asesinaron a tiros a 72 inmigrantes pertenecen a esta memoria oscura. Y también La Bestia, los trenes de mercancías que conectan el sur con el norte y a cuyos lomos se suben miles de desesperados para alcanzar su meta. Allí, como en otros muchos itinerarios, son asaltados, secuestrados o extorsionados. Todo vale. Las organizaciones criminales y también las autoridades corruptas conocen las zonas de paso. Sin protección y cargados de ahorros, son presa fácil. Las fosas repletas de cadáveres que jalonan su recorrido lo atestiguan. Pasado este trance, para los que llegan hasta la frontera, la deportación que Washington blande como amenaza es un asunto menor. Muy menor.
“A nosotras nos secuestraron”. Lo dice Denise, de 10 años, mientras retuerce divertida sus sandalias de plástico con el pie. Ella también viaja a Estados Unidos. Y tampoco la espera nadie allí. Su repentina sinceridad ha sobresaltado a su tía, una hermosa joven que la acompaña y que, azorada, intenta reducir el espantoso hecho con un relato confuso en donde lo único claro es que pasaron cuatro días en poder de los mareros en Medias Aguas, en la tropical Veracruz. “Pero a las niñas no les paso nada, eh”, insiste. Ambas son hondureñas , es decir, proceden de un país con un gasto sanitario per cápita 42 veces menor que EE UU y una tasa de homicidios casi 20 veces superior. Y no parece que les asuste la deportación. En Estados Unidos ven simplemente un mundo mejor, donde estudiar o trabajar. “En lo que sea, amigo”, subraya la tía de Denise.
Para otros el sueño de la tierra prometida adopta formas más concretas. A Beth, por ejemplo, lo que más le gusta de Estados Unidos es la posibilidad de “jugar con la nieve”. Tiene nueve años y viaja con su madre, una mujer habladora que se sujeta el moño con un lápiz. Conocen bien el camino. Ya fueron devueltas a Honduras tras ser sorprendidas por la policía mexicana hace un mes al intentar cruzar la frontera. Pero no se desanimaron. Pidieron dinero a la familia, reemprendieron el camino y mañana mismo ella va a partir en busca de un coyote que les asegure el paso. Son 3.000 o 4.000 dólares desde Coahuila. Una fortuna para ella. “Pero llegar a Estados Unidos no es un sueño, es trabajar y tener una casa, es que mi hija estudie. Si no lo entienden, nunca resolverán el problema”, afirma. En sus palabras late la desesperación. Un sentimiento que explica con sencillez la madre Lupita Argüello, de la Casa del Migrante de Saltillo: “No saben adónde volver; para ellos alcanzar Estados Unidos es vivir o morir”.
Carlos lo ve también así. A sus 16 años, habla con aplomo, sin estirar las frases. En el patio, se machaca con las pesas. Quiere entrar en Estados Unidos para “ganar dinero”. Atrás deja una áspera vida entre cafetales y frijolares, una habitación compartida con su hermano y algunos vídeos romanticones de Romeo Santos y Enrique Iglesias. Dice que no se lo quiere pensar mucho, que lo suyo, ya llegados al norte de México, es contactar con el coyote “de confianza” y cruzar la frontera. Ha leído que a los menores no les dan asilo, pero no le importa. Quiere dejar atrás la miseria y la violencia de Honduras; trabajar en la construcción o donde pueda. Tampoco importa mucho en qué: “Necesito llegar ahí para ser algo; y si me deportan, lo volveré a intentar”. Mañana o pasado, ya de noche, tratará de cruzar el Río Bravo.