Por Daniel Lozano
Cerca de Cúcuta, en Colombia, decenas de personas cruzan como pueden el puente Simón Bolívar, en la frontera con Venezuela.
CÚCUTA, COLOMBIA-. En la frontera de los negocios sucios, hasta el amor cuesta más. "El cierre nocturno del puente Simón Bolívar, entre Cúcuta [Colombia] y San Antonio [Venezuela], es extremadamente complicado para mucha gente como nosotros. Son barreras físicas para el amor y también para el trabajo, construidas por un gobierno en contra de su gente", se queja con acritud Laury Sánchez, una abogada venezolana de 24 años que mantiene una relación con un colega colombiano, también jurista, que trabaja para una alcaldía cercana a la frontera.
El presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, impuso en agosto el cierre fronterizo, entre las 22 y las 5, como medida estrella para luchar contra el contrabando de combustible y alimentos, que según la propaganda oficialista forma parte de la "guerra económica" de la "burguesía parasitaria" contra el chavismo, en medio de una galopante crisis.
Es una medida que impide el regreso a sus hogares o dificulta el trabajo de miles de personas, como Sánchez, y que supuso el despliegue de 17.000 militares a lo largo de los 2219 kilómetros que separan a los dos países.
Como si de un gigantesco espejo se tratara, la frontera concentra y amplifica casi todos los males nacionales de Venezuela:corrupción,escasez de alimentos, desabastecimiento, una inflacióncompulsiva a ritmo de récord mundial, la plaga de la violencia desmedida, la imparable escalada del dólar paralelo y las largas esperas en las estaciones de servicio (entre tres y cuatro horas). Un vía crucis, éste sí, exclusivo de la zona.
El intento de los dos gobiernos por racionalizar lo irracional no frena la vorágine de los grandes negocios limítrofes, como el cambio de divisas. "Y lo es gracias al control de cambios [impuesto por Hugo Chávez hace 11 años]", explica uno de los cambistas a pie que trabaja en la ruta. Hasta 200 casas de cambio se ofrecen para transformar dólares y pesos colombianos en bolívares. Otro buen grupo lo hace a sus puertas, exhibiendo la clásica estampa fronteriza con los manojos de billetes en sus manos.
El diferencial cambiario es astronómico: 6,3 bolívares por dólar el cambio oficial; por encima de los 100 bolívares por billete verde el cambio paralelo. El disparate venezolano es tan desmedido que sus ciudadanos conviven con hasta cinco tipos de cambio distintos: el oficial, el negro (que afecta directamente a sus bolsillos), el cambio viajero (en torno de los 12 bolívares por billete verde), el Sicad 1 (una subasta alternativa de divisas, que cotiza como el viajero) y el Sicad 2 (el mismo sistema que la anterior, pero a 49,98 bolívares en las últimas horas y con el mismo nivel de ineficiencia).
Si a alguien golpea con fuerza tal cúmulo de penurias y desatinos es a los "gochos" (gentilicio de esta región), lo que los convirtió en paradigma del antichavista nacional.
El nivel de rechazo al gobierno se sitúa por encima del 75%. De hecho, la primera protesta de febrero pasado estalló en una universidad de San Cristóbal luego del intento de violación a una alumna, que precedió a los graves incidentes del 12 de ese mes en Caracas y que, a la postre, provocó el encarcelamiento del líderopositor radical Leopoldo López.
La capital "gocha" se transformó entre febrero y marzo en la "ciudad rebelde", bastión del antichavismo, con más de 200 barricadas y protestas constantes en sus calles. Su antiguo alcalde, Daniel Ceballos, permanece en prisión desde entonces. Su mujer, Patricia, conquistó la alcaldía tras el cese de su marido, con un respaldo demoledor: 73,6% de los votos.
Sobre la frontera del Táchira aullaron los "vientos de guerra" proferidos por Chávez contra el ex presidente colombiano Álvaro Uribe, en 2009. La misma línea limítrofe que escuchó las canciones pacifistas de Juanes y Miguel Bosé. La que está surcada por trochas incontrolables y por un río que se esconde para ser atravesado con más facilidad.
Al este de la frontera, el gobierno venezolano se esfuerza en demostrar a través de sus canales continuos decomisos de alimentos (por los que ya hubo 1266 detenidos), sobre todo los subvencionados por el chavismo. Al oeste, del lado colombiano, entre 1500 y 2000 pequeños negocios y mercados ofrecen todos los días esos mismos alimentos o productos básicos. En Cúcuta, el local La Nueva Cesta parece una embajada gastronómica a donde no ha llegado la escasez. Todo lo contrario: aquí sobran los mismos desodorantes, pañales, acetona u hojas de afeitar que en Venezuela obligan a sus habitantes a horas de búsqueda y colas.
La popular cerveza venezolana Polar se vende a 1000 pesos colombianos (0,49 dólares), cuando la Club Colombia cuesta el doble, como mínimo. "A la gente le gusta la cerveza de allá", dice el vendedor, que habla con la propiedad de un administrativo diplomado en Harvard, mientras lee indiferente un diario de Cúcuta. Hace calor. Sentado en una silla desbaratada, en remera y bermudas, se eleva sobre un pequeño mar de productos venezolanos, como si fuera el vigía que a todos lados llega con su mirada. Desde la famosa Harina Pan, para hacer las tradicionales arepas, hasta los "diablitos", un jamón en conserva, que esta semana no se encuentra en todo el estado del Táchira. "Hermano, cómo lo echamos de menos", confiesa William O., que se desplazó a Cúcuta para buscar los productos que no encuentra en su pueblo.
Nadie disimula: no hace falta. Incluso la tienda se llama Víveres San Antonio (localidad gemela a Cúcuta en Venezuela), para que no haya ninguna duda de la procedencia de lo que se va a comprar.
La gran pregunta de cómo llegan hasta aquí tantas toneladas de alimentos tiene una respuesta sencilla: como casi siempre. El primer obstáculo es el control fronterizo, que durante años era permeable, incluso con grandes camiones que cruzaban de lado a lado sin problemas. Los controles actuales dificultaron estos transportes, que hoy se sustituyen -en parte- con menudeo, ya sea en dobles fondos, vehículos trucados y cualquier forma de ingenio criollo.
El modus operandi continúa en los cientos de mercaditos colombianos: motoristas transportan los productos hasta allí y los venden a los propietarios, que tuvieron que agrandar unos negocios que hace sólo cuatro años eran unas míseras casitas. "Llega el de la moto, de a poquito. Son intermediarios. Unos pocos segundos y listo. Es muy disimulado", explica con desgano un vecino, mientras se repite la operación tanta veces vista.
Una y otra vez. Son los mismos mototaxistas o jóvenes en motos que a fines de septiembre protagonizaron fuertes disturbios en el puente que separa a los dos países: quemaron vehículos y amenazaron a las fuerzas del orden. Tanto insistieron que el gobierno de Juan Manuel Santos, que protestó en su momento por el cierre de la frontera, se vio obligado a desplegar fuerzas antidisturbios.
El otro gran negocio, descomunal, es el combustible. El mar de oro negro que alberga el territorio venezolano convierte a su combustible en uno de los más baratos del planeta: cuesta menos llenar un tanque que comprar una botella de agua. En cifras: 0,018 dólares por litro, frente a 1,13 dólares en zona colombiana.
Más de 2000 puntos de venta se extienden cerca de Cúcuta. Basta unos cuantos bidones y un pequeño tubo de plástico. La mafia que los controla es una de las más temidas de Colombia: los antiguos paramilitares, hoy conocidos como "bacrim" (bandas de criminales). Ellos se encargan de poner los precios.
"¿A cómo está pagando la nafta?", pregunta el taxista venezolano a los "pimpineros" colombianos, a pocos metros del puente. La pimpina, que da nombre al oficio, es un bidón de combustible. "Ahora hago el viaje de San Cristóbal hasta Cúcuta dos veces al día, pero antes del cierre nocturno lo hacía hasta tres veces. Le vendo el combustible a los pimpineros y obtengo cerca de 1000 bolívares [unos diez dólares en el mercado paralelo] cada vez. ¡Un buen negocio!", dice el conductor W. S., que prefiere contrabandear a pequeña escala antes que hacer carreras en su ciudad.
El mismo efecto animó a los pequeños emprendedores de Cúcuta a abrir una cascada de farmacias, que venden los medicamentos que no se encuentran en Venezuela. El producto estrella estos días es el acetamonifén, que sirve para combatir la fiebre que provocan el dengue y la chikungunya, demoledores en varias zonas de Venezuela. El salario mínimo en Venezuela es de 4251 bolívares. En los 40 kilómetros que separan la capital de la región hasta la frontera es incesante el ir y venir de taxis cargados de combustible. Algunos son fiscalizados por la Guardia Nacional. La mayoría pasa al otro lado sin contratiempos. Según la estatal Petróleos de Venezuela (Pdvsa), el mercado interno venezolano demanda 700.000 barriles de crudo diario; de ellos, el equivalente a unos 100.000 se contrabandean a Colombia cada día para vender en el mercado negro.
"Las grandes mafias siguen trabajando en la frontera. ¿Quién es el responsable de resguardarla? El gobierno", contesta sin contemplaciones José Luis Guerrero, concejal en San Antonio de Voluntad Popular, el partido del preso político Leopoldo López. "El cierre nocturno no es la solución. Incluso los tachirenses tenemos que soportar que el gobierno nos tilde a todos nosotros como bachaqueros [contrabandistas]", se queja el dirigente local, convencido de que el chavismo "cubanizó" la frontera "más viva" de América del Sur.
Dirigentes de la oposición recogen constantes denuncias de los vecinos al pasar las alcabalas (tributos) de la Guardia Nacional venezolana. "Incluso decomisan papel higiénico", dice otro miembro del equipo municipal.
Son abusos que no sólo sufren los venezolanos, sino también los colombianos. Unas 140 personas están detenidas. "No es justo el trato que se les da a nuestros compatriotas que van a hacer mercado a Venezuela. Las autoridades no entendieron que por el cambio de moneda las clases más populares, con sus escasos recursos, ven allí una opción para mantener su hogar. No diferenciaron a quienes llevan un paquete de harina de los que pasan toneladas", denunció Edgardo Díaz Contreras, gobernador del Norte del Santander, fronterizo con Venezuela.
Escasez e inflación exacerbaron aún más los ánimos en el bastión antichavista del Táchira. A fines de febrero, una fotografía, sacada en una plaza de San Antonio, dio la vuelta al mundo. Como si se tratase de Stalin o Saddam Hussein, la estatua de Chávez fue atacada por un grupo de jóvenes. La decapitaron. El pedestal sigue hoy vacío pese las promesas del gobernador: nadie se atreve a devolver la estatua a su lugar original.
Así están las cosas en una frontera inundada de promesas, donde hasta el amor de verdad, como el de Laury Sánchez, lucha contra los obstáculos físicos. El otro amor, pagado, también vive tiempos de cambio. En la última década, mujeres colombianas saltaban la frontera para convertirse en las vedettes de los clubes nocturnos en San Cristóbal, San Antonio o Ureña.
Hoy, el mundo se dio la vuelta. "Aquí están tres muchachas que viajaron de Puerto La Cruz. Jovencitas, monas [rubias] y operadas. Las tres juntas hacen un precio bacano [bueno], especial frontera", ofrece el botones, que pese a su juventud interpreta fielmente aquel viejo eslogan que recorrió Colombia durante años: si quieres hacer lo que te dé la gana, Cúcuta te espera. Un dicho para el que no pasan los años en la frontera de los líos.