Por Alberto Benegas Lynch (h)
Como es bien sabido, la característica central del ser humano es su capacidad para discernir, para decidir entre distintos cursos de acción, para razonar, conceptualizar y para argumentar. Esto es un privilegio de la condición humana que no posee ninguna otra especie conocida. Esto hace posible el conocimiento y las refutaciones. Posibilita el intercambio de ideas en el aula, en debates abiertos, conversaciones y a través de ensayos, libros y artículos.
El fanático es aquel que renuncia a su condición humana y adhiere ciegamente a lo que otros le dicen, deja de ser una voz para convertirse en puro eco. No digiere, no medita, solo obra por impulso, en verdad no actúa ya que no hay acción propiamente dicha sino reacción. La expresión proviene del latín antiguo: fanum, lo cual quiere decir templo, de ahí que los fanatismos más comunes con de carácter religioso donde la fe juega un rol decisivo. Sin duda que puede concebirse una persona religiosa no fanática en el sentido que razona la existencia de una primera causa (necesaria, no contingente como el Big-Bang), de lo contrario sabe que no hubiera nacido ya que las causas que lo generaron irían en regresión ad infinitum, por tanto, nunca hubieran comenzado. Pero el fanático atropella a los congéneres, los quiere convertir a su credo a toda costa e incluso se pone agresivo con los que no aceptan su modo de ver la religiosidad.
Este último sentido explica las matanzas horrendas a través de la historia que se han perpetrado en nombre de Dios, la misericordia y la bondad. Lo curioso es que esta situación no ocurría cuando abundaba el politeísmo, situación en la que cada uno tenía su dios personal que eventualmente otros podían compartir algunas de las formas de adoración. Cuando comenzó a practicarse el monoteísmo se acentuaron los problemas y las trifulcas, etapa en la que se generalizó la conducta de que cada religión así concebía pretendía una y otra vez imponer su visión absoluta a otros. Es en verdad desafortunado que el descubrimiento que varios seres perfectos no resultan posibles puesto que lo que tuviera uno no lo poseería el otro por lo que solo es concebible un ser que pueda atribuirse la condición de prefecto. Es desafortunado que de esta conclusión se siguiera que había que masacrar al que practicara procedimientos rituales diferentes.
Merced a la decisiva intervención de Juan Pablo II -principal aunque no exclusivamente- se instaló la noción del ecumenismo y del respeto, la amistad y comprensión mutua entre las religiones monoteístas y también la debida consideración a todas las otras maneras de encarar la religión y para con el deísmo y también para los que no tienen religión alguna (y su pedido de perdones por crímenes comandados por Papas como fueron las inquisiciones, la judeofobia y las instigaciones a guerras religiosas). Nada más decepcionante que los fanáticos religiosos obcecados con lo que les dice el líder con o sin túnicas y sotanas aunque se trate de un disparate superlativo.
Pero el fanatismo no se agota en las religiones sino que se extiende a las concepciones políticas, lo cual produce los descalabros que son del dominio público. Se extienden a la adoración al líder del momento, habitualmente por parte de muchedumbres en las que como ha señalado en La psicología de las multitudes Gustave Le Bon “lo que se acumula no es la sensatez sino la estupidez”.
Por esto es que resulta una medida higiénica el alejarse de las ideologías que como se ha repetido en muy diversas ocasiones, en su acepción más generalizada da por sentado la fabricación de un sistema cerrado, clausurado, terminado e inexpugnable lo cual es la antítesis del conocimiento que por su naturaleza es provisorio sujeto a refutaciones tal como lo ha explicado, entre otros, Karl Popper.
El fanático no entiende que significa la tolerancia, está ensimismado en sus creencias fuera de lo cual piensa que lo demás es falso con lo que habitualmente procede a conculcar derechos de terceros con una ferocidad digna de un animal. Con el fanático resulta imposible conversar ni intercambiar ideas, está obnubilado con su credo. Como diría Borges “es asertivo, para seguir con él hay que cambiar de tema”.
El fanático es militante, una de las palabras más desagradables del diccionario porque en primer término es impropio para el mundo civil y también para las fuerzas armadas ya que allí se trata de militares no de militantes. El término en cuestión deriva de militar y claro que, en ese sentido, el militante procede conforme a las órdenes que recibe del vértice, es verticalista y es una pieza que se mueve en el contexto de la obediencia debida. A su vez, los jefes totalitarios son fanáticos, son términos correlativos y consustanciales al mesianismo, el megalómano es necesariamente un fanático en su obsesión de manejar vidas y haciendas ajenas.
Eric Hoffer en The True Believer nos dice que “los hombres en general se ocupan de lo suyo cuando en lo suyo hay algo de sustancia, de lo contrario se ocupa de meterse con el vecino” y este es el fanático que dado su vacío existencial tiene que respaldarse en una causa externa a él por la que entregar sus pasiones. Le resulta insoportable, como apunta Hoffer, que “la libertad de elección coloca sobre sus hombros toda la culpa por sus fracasos”. Por eso, continúa este autor, es que el fanático tiende a subsumirse en lo colectivo, en los movimientos masivos, porque coloca la posibilidad de cambio fuera de su control, en las manos del líder, se traduce en “la total rendición del yo”. Hoffer ejemplifica no solo con los fanáticos religiosos sino en espesas y purulentas categorías cerradas y terminadas a las que se debe obedecer a pie juntillas como son los casos del nacional-socialismo y el comunismo y también los ateos militantes que operan “como si se tratara de una nueva religión”.
Por eso es que el espíritu liberal abre puertas y ventanas de par en par al efecto de permitir y estimular el debate y así reducir en algo nuestra colosal ignorancia. Esta es una de las razones por las que aboga por la tolerancia de tradiciones de pensamiento distintas que permiten reforzar argumentos en pro de la libertad y modificar los que estaban equivocados, en un contexto de permanente evolución. Cervantes escribió que “el camino es siempre mejor que la posada” pero, además, en el caso liberal, no hay posada, es todo camino, “la hazaña de la libertad” al decir de Croce siempre teniendo en vista que, otra vez según la pluma del autor del Quijote, todo debe entregarse “por la libertad, igual que por la honra”.
En La rebelión de las masas Ortega destaca que los hombres asimilados a lo colectivo “no se exigen nada especial, sino para ellos vivir es ser en cada instante lo que ya son, sin esfuerzo de perfección sobre si mismos, boyas a la deriva”. El fanático revela su tontera y concluye Ortega que “no hay modo de desalojar al tonto de su tontería […] el tonto es vitalicio […] por eso ha perdido el uso de la audición ¿Para qué oír si ya tiene dentro de si todo cuanto hace falta?”.
Si se impone el hombre-masa en el sentido orteguiano la perspectiva es por cierto lúgubre, pues según el mismo pensador “La espontaneidad social quedará violentada una vez y otra por la intervención del Estado; ninguna nueva simiente podrá fructificar. La sociedad tendrá que vivir para el Estado, el hombre para la máquina del Gobierno”.
El fanático considera que la lealtad debe ser total al líder -más bien el servilismo- todo lo demás es traición que tiene que ser desacabezada. Robert Nisbet en Prejudices mantiene que el fanatismo, además del religioso propiamente dicho, abarca la religión laica que sigue los pasos de los Robespierre de nuestra época y, salvando las distancias, da un ejemplo de Estados Unidos, el país que ha sido el más liberal del planeta, que concreta en el caso del fanático Woodrow Wilson quien bautizó su era como “progresista” con medidas en las que el Leviatán irrumpió con fuerza para “encaminarse a un lugar perfecto” al decir de aquél presidente estadounidense. El fanático representa aquello que Nisbet ilustra con una oportuna cita de Dostoievsky: “el fuego en la mente”.
En momentos en que ciertos fanatismos devienen en terroristas siempre criminales, es decir, resucitan inquisiciones en bandada, debe meditarse con cuidado cuales son las defensas de la sociedad abierta y uno de los anclajes de mayor fertilidad consiste en mantener a rajatabla la libertad de expresión, la separación tajante entre religión y poder (“teoría de la muralla” según la concepción original norteamericana) y ocuparse y preocuparse de la educación como la trasmisión de valores y principios consistentes con seres libres para así asegurarse las necesarias defensas contra la incursión de fanáticos, un peligro mortal para la convivencia civilizada. Cierro esta nota con un conocido adagio que debe repasarse en toda ocasión: “la mente es como un paracaídas, solo sirve si se abre”, es que las telarañas mentales carcomen la condición humana.