Por Álvaro Vargas Llosa
El periodista uruguayo Nelson Salvidio decía hace unos días, en un artículo sobre la “marcha del silencio” convocada por los fiscales argentinos en honor de Alberto Nisman, su colega fallecido en circunstancias todavía sin aclarar, que así como hay un relato populista y violento que el kirchnerismo ha impuesto en un sector de la sociedad, hay otro de signo contrario.
En este relato, el fiscal fue asesinado y cabe una responsabilidad al gobierno que preside Kirchner, directa o indirecta, en la muerte de Nisman.
Me parece una forma sugerente de abordar el drama, o quizá, el melodrama, que vive ese país. No acabo de escribir “melodrama” y ya se me antoja que en esa diferencia, la que separa al drama del melodrama, hay dos relatos argentinos. El gobierno y su presidenta, que en los días previos a la marcha multitudinaria de los fiscales hicieron lo posible por denigrar la memoria de Nisman y desacreditar a los líderes de la convocatoria cívica, representan el melodrama. Es decir: la vulgarización del drama, la banalización de la tragedia, la deformación de los sentimientos y del patetismo alrededor de lo que ha ocurrido. Y del otro lado hay una sociedad, que ahora supongo muy mayoritaria, la del otro relato, que no quiere vivir un melodrama sino un drama: quiere que la dejen llevar su luto con dignidad, pide que a los muertos les den la paz de una memoria respetuosa y, como suele suceder en los hechos dramáticos, aspira a salir del sufrimiento con lecciones aprendidas e iniciar un progreso basado en ellas que dé sentido a sus padecimientos.
Este era el mensaje profundo de la convocatoria de los fiscales, me parece: oponer el relato del drama al relato del melodrama, que es lo mismo que oponer el relato de la civilización al de la barbarie. Por lo visto, la vieja discusión que sirvió de medio título al libro de Domingo Facundo Sarmiento durante su exilio chileno en el siglo XIX no sólo no se termina de cerrar, sino que está más abierta que nunca.
Hay algo muy terrible en que 70 por ciento de los argentinos digan en las encuestas, recientemente la de Ipsos, que Nisman fue asesinado, cuando no hay -porque el sistema jurisdiccional no ha sido capaz de obtenerlas- conclusiones ni siquiera preliminares sobre si fue un suicidio o un asesinato. Y más terrible aun es que, en ese relato de quienes se defienden del relato oficial, 60 por ciento asegure que el gobierno tiene una responsabilidad. Entre estos hay quienes piensan que la presidenta ordenó su asesinato o quienes creen que alguien del gobierno dio luz verde para ello, pero también quienes, sin llegar a esos extremos, tienen la impresión de que el clima de violencia verbal permanente contra todos sus críticos y contra todo aquel que representara una amenaza a su forma de ejercer el poder produjo el escenario ambiental del crimen.
En un país en el que el relato fanatizado del populismo ha enardecido a muchos ciudadanos, no es difícil, se dice desde el otro relato (el “contrarrelato”), que alguien empuñe un arma y le quite la vida a un fiscal 24 horas antes de que acuda al Congreso a sustentar su decisión de acusar a la primera mandataria de encubrir la responsabilidad iraní en el atentado contra el centro judío de la Amia ocurrido en 1994.
Millones de argentinos, pues, han llegado a la conclusión no sólo de que viven en un país donde no hay justicia y donde las instituciones están a merced del poder político, sino también de que su gobierno y su presidenta son capaces de matarlos. Ese relato, el gemido de la civilización violentada por la barbarie, es el que sacó a la calle a más de 400 mil argentinos -según las estimaciones de la Policía Metropolitana- el miércoles pasado, para marchar en silencio a lo largo de la Avenida de Mayo. Ese relato antigubernamental es hoy el sucedáneo de las instituciones ausentes. Si no hay policías, fiscales y jueces capaces de determinar la causa de la muerte de Nisman con un mínimo de credibilidad y castigarla, entonces los ciudadanos son quienes deben suplir a esas instancias y elaborar su propio relato.
No niego que pueda ser cierto que alguien del gobierno mandó matar a Nisman y mucho menos que el clima de violencia generado por el discurso oficial desde 2003 -con su permanente incentivo a las “patotas” y la exaltación constante de los piqueteros como un valor social- pudo haber animado a un simpatizante o militante peronista a dispararle a Nisman el 18 de enero. Todo esto es incluso más probable que improbable: es raro que se suicide un hombre que ya había “sobrevivido” a toda la investigación sobre el caso los atentados, y por tanto a lo peor de su misión, y estaba a punto de coronar su faena con la determinación de una persona a la que todavía le quedaban razones para vivir. Pero a lo que voy es a otra cosa: a lo que ese relato de signo contrario nos dice sobre el pozo moral en el que ha caído la Argentina.
Que una mayoría de personas pueden estar convencidas de algo tan atroz es la constancia más apabullante que puede haber sobre el daño que ha hecho el relato oficial.
La película argentina Relatos salvajes -magnífica, dicho sea de paso- retrata, a lo largo de sus seis historias, y sin proponérselo ni dejar insinuación alguna de que esa haya sido la intención, a las víctimas del discurso oficial. Unas víctimas que no son la plutocracia, el liberalismo, el imperialismo, los Estados Unidos ni ninguno de los otros demonios de la teología kirchnerista. Las víctimas son los ciudadanos comunes, a los que vivir en una sociedad que ha perdido el sentido básico de lo que está bien y lo que está mal, y la capacidad de convivir en la diversidad, ha sacado un poco de quicio. Y en ese estado, cualquier circunstancia puede impulsar a reacciones extremas, a perder la racionalidad y bestializarse un poco. El resultado en la vida del celuloide es el humor negro, pero en la vida real es el drama. El drama que el relato oficial convierte todos los días en melodrama.
Se dice fácil y es difícil evitar una sonrisa, pero recapitulemos el mucho sufrimiento verdadero que hay detrás de todo esto. Un atentado espeluznante mata a 85 personas en un centro judío. Dos décadas después no se ha podido todavía hacer justicia a esas víctimas -y a los muchos heridos de aquel día- porque un actor fundamental, el Estado iraní, no lo permite. El gobierno argentino, sin respetar los sentimientos de las víctimas, pacta en 2013 con Irán cosas que no están del todo claras, pero lo que sí está claro, en cualquier caso, es que la contraparte del trato es un responsable directo del atentado contra ciudadanos del país cuyo gobierno hace el acuerdo.
Sólo eso sería razón para desesperar. Pero resulta que -como resultado de un trabajo extenso en el que, por cierto, obtiene la colaboración investigativa del entonces director de Operaciones de la Secretaría de Inteligencia- el fiscal Nisman concluye que la presidenta, el canciller y varios funcionarios han protegido a los iraníes responsables de la masacre. Un día antes de acudir al Congreso, lo matan. A lo largo de un mes, la presidenta y sus funcionarios se turnan para hacer conjeturas contradictorias y, poco después, atacar la memoria del fiscal, cuyo trabajo es recogido por un colega suyo, Gerardo Pollicita, entre amenazas. Pollicita imputa a la presidenta y los demás, lo que implica pedir a la justicia que investigue formalmente a los acusados.
Se entiende, así, que los fiscales convocasen la marcha del silencio, una forma de oponer el relato contrario al oficial. ¿Cuál era el oficial? Una forma de entenderlo es reparar, por ejemplo, en que el día antes de la “marcha del silencio” Cristina Kirchner encabezó un mitin donde no hizo referencia alguna a esa convocatoria cívica y, en cambio, se centró en exigir que su sucesor mantenga las políticas actuales. Un relato que a la mayoría hondamente sensibilizada del país sólo puede haberle sonado a insulto. El relato contrario fue salir en masa a la calle -y no sólo en Buenos Aires, pues hubo marchas en Córdoba, Rosario, Santa Fe, Mar del Plata y otras partes- para reivindicar una idea ética e institucional que no tiene aplicación práctica en esta Argentina, pero pudiera tenerla en el futuro
Un elemento digno de mención en este relato de signo contrario es que van acogiéndose a él los que se creyeron y difundieron durante buen tiempo el relato del poder. Morales Solá recordaba en La Nación que el dirigente del sindicato judicial Julio Piumato, quien jugó un papel clave en la parte operativa de la marcha hasta la Plaza de Mayo, fue en su momento un kirchnerista militante. Su conversión no es, probablemente, un examen de conciencia: apenas un acto oportunista. Pero su cambio de relato en cierta forma significa más que un examen de conciencia. Implica la derrota del relato oficial, la convicción de que el kirchnerismo está de salida y, con él, gran parte de la ficción que construyó ese peronismo para deformar a ojos de millones de ciudadanos el perfil de las cosas.
Esto, sin embargo, no garantiza que el relato contrario vaya a imponerse. Sólo permite anticipar que -en el supuesto de que haya muchos kirchneristas que cambien de relato- el populismo violento será derrotado en las urnas en octubre. Pero surge el problema siguiente: ¿Cuántos de quienes votarán contra él estarán votando realmente a favor del relato expresado en la multitudinaria marcha del miércoles, y cuántos estarán votando sólo contra Kirchner pero no contra la ficción populista que ella y los suyos entronizaron en el imaginario de tantas personas?
La conjetura no es banal. Si el cambio de relato es real, hay una posibilidad de cambio duradero. Si no lo es, el nuevo gobierno será muy débil y acabará asumiendo parte del relato oficial de hoy para protegerse, intuyendo que muchos argentinos han dejado de ser kirchneristas sin dejar de ser populistas. Que han cambiado de presidente pero no de relato.
La conmovedora marcha del silencio, bajo la lluvia incesante, fue deliberadamente más elocuente por lo que calló que por lo que dijo. Salvo alguna voz esporádica nombrando a Nisman o gritando alguna consigna cívica, lo que imperó fue el silencio porque esa era la mejor respuesta al relato verborreico del poder, que ha tenido el efecto de eliminar en muchas personas el pensamiento, de adormecer en ellas el sentimiento, de aturdir su conocimiento y de politizar hasta su vida privada. El silencio -por ejemplo el de Sandra Arroyo, la ex esposa de Nisman, y sus dos hijas, presentes en primera fila- era una buena forma de rebelarse contra eso para devolver a las conciencias la facultad de pensar, a los cuerpos el derecho a sentir, y a la vida privada la posibilidad de excluir de ella al Estado abusivo. El paso previo a la recuperación de la humanidad, de la convivencia, de la moral cívica. No sabemos aún si ese objetivo es posible, pero sí sabemos que muchos argentinos lo desean con desesperación. Reconforta mucho saberlo, a pesar de todo.