Por Álvaro Vargas Llosa
Aunque la canciller alemana, Angela Merkel, ha dejado saber que Europa puede “soportar” una salida de Grecia del euro si el nuevo gobierno, liderado por el populista de izquierda Alexis Tsipras, fuerza ese desenlace, lo cierto es que el poder de intimidación de Atenas tras las impactantes elecciones recientes es bastante mayor del que se admite.
La victoria de la izquierda radical, un conglomerado organizado alrededor del partido Syriza, entraña un desafío por lo menos cuádruple a Europa.
Primero, es de pronóstico reservado el forcejeo entre una Grecia que exige el abandono de las condiciones drásticas impuestas a cambio del rescate financiero y una Europa que, junto con el FMI, necesita mantener su autoridad.
Segundo, Syriza prefigura el ascenso al poder, o la irrupción como fuerzas de enorme impacto, de algunas agrupaciones populistas enemistadas con la construcción europea tal y como está edificada.
Tercero, el programa entre keynesiano y populista “a la latinoamericana” que ya ha empezado a aplicar Tsipras tiene un atractivo entre millones de europeos que llevan tiempo soportando medidas de austeridad sin el beneficio de una recuperación económica.
Cuarto, la eventual salida de Grecia del euro, una posibilidad muy grande a menos que ceda Syriza o retroceda Europa, podría desmadejar un sistema monetario que no goza del consenso de los 19 países que forman parte de la moneda única ni mucho menos.
Todo esto equivale a decir: Grecia no es Grecia sino una de las caras de la Europa multifacética de hoy, de manera que el retiro de ese país del euro no implicaría la solución del conflicto. Porque el conflicto es el que tiene Europa hoy consigo misma, profundamente dividida como está en relación con casi todo lo importante. Unas “contradicciones”, que dirían los marxistas, “agudizadas” por el hecho de que la eurozona sigue estancada: creció 0,7 por ciento en 2014 y las previsiones más entusiastas para 2015 no superan 1,5 por ciento.
Lo sorprendente en Grecia no es que Syriza haya ganado las elecciones y obtenido la mitad de los 300 escaños en juego, sino que haya ganado tan tarde. Tampoco es sorprendente que el neofascista Aurora Dorada haya conseguido el tercer lugar a pesar de que su dirigencia está presa o que una escisión muy conservadora del centroderechista Nueva Democracia, de nombre Griegos Independientes, haya otorgado los pocos escaños que necesitaba la extrema izquierda para formar gobierno. Todo esto, que implica el ascenso de los extremistas al primer plano de la política griega y al propio gobierno, era previsible en un clima de zozobra social, resentimiento nacionalista y descrédito del sistema que imperó durante 40 años. Como aquellas tragedias griegas en las que el autor condiciona al público para esperar el inexorable fin, esto estaba cantado.
Pero la verdadera tragedia griega no es que Alexis Tsipras haya ganado las elecciones y se haya convertido en primer ministro en la cuna de la democracia para espanto de Europa. Ese error, después de todo, podría fácilmente revertirse en un futuro no muy lejano, dada la hecatombe que las políticas populistas en un país que no puede darse el lujo de pagarlas provocará tarde o temprano.
No: la verdadera tragedia es que los votantes griegos, al igual que otros europeos que están abrazando a partidos de extrema derecha o extrema izquierda, emitieron su voto en actitud de rechazo a medidas de austeridad draconianas impuestas por Bruselas y el Fondo Monetario Internacional (FMI) que equiparan con el capitalismo de libre mercado y la globalización.
Las consecuencias de esta confusión ideológica y trastocamiento de los conceptos durarán mucho más tiempo que la luna de miel de Tsipras y postergarán la solución real a los seis años de recesión que padece Grecia. Aun si Syriza pierde una futura elección.
Recordemos bien la secuencia. Después de años de corrupción mercantilista, capitalismo de “compinches” y estatismo socialista (la mezcla suena hermafrodita, pero eso es lo que era), el sistema que reposó durante 40 años sobre la centroizquierda (Pasok) y la centroderecha (Nueva Democracia) se derrumbó. La economía se contrajo una cuarta parte en cinco años, el desempleo alcanzó el 25 por ciento y el estado de bienestar, eufemismo donde los haya, entró en quiebra.
Dos rescates por parte de la Comisión Europea, el Banco Central Europeo y el FMI mantuvieron a Grecia dentro de la eurozona a un costo de 240 millones de euros, repartidos en dos y dosificados de acuerdo con un calendario de contrapartidas estrictas. A cambio, el “establishment” griego subió los impuestos, redujo el gasto y no hizo mucho más que eso, provocando con ello que los griegos soportaran un castigo riguroso sin obtener los beneficios que un sistema más libre, más flexible y con una dinámica amigable para la creación de riqueza podría haberles traído.
El sufrimiento de millones de griegos vino acompañado, además, de una humillación: la gente percibió que la “troika” de acreedores (el Banco Central Europa, la Comisión Europea y el FMI) había impuesto las medidas drásticas desde fuera y que los políticos locales no tenían otro propósito que pagar la deuda. No es de extrañar que la alemana Angela Merkel y los eurócratas se convirtieran en figuras poco menos que diabólicas para muchos griegos y que los partidos populistas explotaran el resentimiento nacionalista con denuedo. El canto de cisne del sistema agonizante fue el gobierno formado en 2012 por el conservador Antonis Samarás con apoyo de su vieja némesis, el Pasok, para cerrarle el paso a Syriza, que venía con la fuerza de una tromba. El gobierno no duró ni tres años y hoy mandan Tsipras y Syriza.
En el camino, a medida que se acercaban al poder, los radicales de izquierda moderaron en algo su postura frente a Europa, reemplazando la vieja promesa de abandonar el euro por una propuesta de negociación basada en una modificación de las condiciones impuestas por el rescate. A lo que no renunciaron fue a su plataforma populista, recogida en el “Programa de Salónica”, que incluye frenar las privatizaciones (por ejemplo de un puerto y de la empresa eléctrica), eliminar el copago sanitario y otorgar cobertura gratuita a tres millones de personas, brindar sin costo todos los servicios básicos a más de 300 mil personas, volver a contratar a los 10 mil empleados públicos cesados y elevar el gasto público en general.
Por lo pronto ya han empezado a aplicar, con espectaculares anuncios desde el consejo de ministros por televisión, buena parte de este programa. Ello, en un escenario fiscal que sólo en el último año empezaba a sentir algún alivio (después de cuatro décadas de déficit). La brecha presupuestaria sin contar el servicio de la deuda iba a ser, según el gobierno saliente de Atenas, casi eliminada; según Europa, iba a ascender a un tres por ciento del PIB. Ahora, con el torrente de gastos desencadenado por Tsipras, sabe Dios cuál será la magnitud del agujero.
Pero todo esto palidece frente a la urgencia del servicio de la deuda: Grecia necesita siete mil millones de euros para julio y agosto. Y aquí está el meollo del problema con Europa. El nuevo gobierno griego necesita recibir la última porción del rescate si quiere evitar el impago de su deuda, que en gran parte está en poder del Banco Central Europeo, Alemania y Francia (sólo a estos dos países les debe unos 100 mil millones de euros). Si Atenas no logra pagar siete mil millones en el verano europeo, el Banco Central Europeo dejará de cubrir las necesidades de liquidez de los bancos griegos y Grecia abandonará el euro. A su vez, Europa sólo entregará a Tsipras el dinero que necesita para evitar el “default” si continúa aplicando las mismas medidas que los griegos han rechazado en las urnas y que en cierta forma ya no son aplicables tras los primeros anuncios de aplicación del “Programa de Salónica”.
¿Hay alguna otra solución a este impasse que tiene a Europa en vilo? La única es que la “troika” ceda a las demandas de Tsipras, aceptando el final de las medidas de austeridad, reduciendo aún más los intereses de la deuda griega y ampliando el calendario de pagos más allá de 2022.
Esto último, dicho sea de paso, tiene precedentes: la “troika”, en gran parte para prevenir una victoria de Syriza, ya flexibilizó las condiciones de pago anteriormente. Incluso ha ofrecido que si los acreedores acaban obteniendo ganancias por la revalorización de los bonos griegos, entregarán a Atenas el monto total de esa plusvalía. Pero en estos momentos, ante un desafío como el que plantea Syriza, volver a modificar las condiciones equivaldría a quitarle toda credibilidad a la postura expresada insistentemente durante toda la campaña electoral por parte de Europa y el FMI: ni un paso atrás.
Europa tendrá que decidir, por lo tanto, entre permitir que Grecia deje el euro (algo que Tsipras presentará como una decisión forzada por la “troika” a la que él se oponía), o dejar que se le caigan los pantalones y retroceder en sus demandas, perdiendo cara. Si sucede esto último, se disparará el riesgo de más rebeliones, en especial por parte de Portugal e Irlanda, que también fueron rescatados en su día y han soportado condiciones duras.
Este dilema europeo se plantea en el preciso momento en el que el Banco Central Europeo ha comenzado un programa de emisión masiva de dinero para salvar el euro y dar a las economías europeas estancadas el beso de la vida. El impacto de una salida de Grecia del euro con un default de padre y señor nuestro o de la pérdida de credibilidad del programa de austeridad europeo dejaría en cierto ridículo el anuncio del Banco Central Europeo.
Nadie previó este dilema en la burocracia europea que construyó los paquetes de rescate en los últimos años y pospuso la solución real, es decir, la reforma radical del estado de bienestar que había explotado en mil pedazos y la liberación de los productores y los consumidores europeos de las camisas de fuerza de un sistema estatista asfixiante. Ni un solo eurócrata se dio cuenta de que no estaban gobernando ellos los países rescatados sino convirtiéndose, en cierta forma, en rehenes de muchos votantes enojados.
Esta ironía no es pequeña ahora que los votantes griegos se han “liberado” de la dominación extranjera votando por Tsipras.
Aún queda por ver qué pasará con los radicales de los demás países. La ultraderechista Marine Le Pen, por lo pronto, demostrando que los extremos se tocan, ha celebrado la “bofetada” que Syriza ha supuesto para Europa. Desde el otro lado del espectro, el Sinn Fein irlandés, ex brazo político del IRA, ha dicho algo parecido. En el Reino Unido sigue avanzando el Ukip de Nigel Farage, que en los comicios británicos de este año tendrá un impacto de mucho cuidado. Para no hablar -en la orilla ideológica de enfrente- de Podemos en España, que ha festejado el triunfo de Tsipras como propio.