Por Álvaro Vargas Llosa
Hace algunos días, la canciller alemana, Angela Merkel, pronunció, en Munich, donde diversos líderes políticos y militares occidentales discutían acerca de la tensa situación en el este de Europa, una frase que lo dice todo: “No me puedo imaginar una situación en la que Putin vaya a sentirse impresionado por el armamento de Ucrania”.
En cierta forma era la respuesta a las noticias que llegaban desde Washington -y que el propio vicepresidente Joe Biden, presente en la reunión de Alemania, había reforzado-, según las cuales Estados Unidos estaba considerando armar a los ucranios, que siguen perdiendo terreno ante los separatistas respaldados por Moscú. Era la voz más autorizada de Europa diciéndole al líder de Occidente, Barack Obama: hemos perdido esta guerra y debemos aceptarlo si no queremos vernos arrastrados a otra más amplia, que se librará, no lo olvide usted, en nuestro patio trasero y en la que el enemigo será una Rusia capaz de todo.
Merkel, acompañada por el Presidente francés, François Hollande, viajó en seguida a Moscú para tratar de entenderse con Putin, que los recibió con la sonrisa del que se sabe triunfador. Poco después, todos ellos se dieron cita en Minsk, la capital de Bielorrusia, una de las dos repúblicas (la otra es Kazajstán) con las que Moscú ha formado la “unión euroasiática”, es decir un satélite de Putin. Además, se sumó, forzado por los grandes de Europa a aceptar la dura realidad, el primer mandatario ucranio, Petró Poroshenko. El agredido se presentaba en una provincia del imperio del agresor acompañado de sus aliados para rendirse.
No será este comentarista quien niegue que quizá no había mejor opción, dada la realidad. Pero llamemos a las cosas por su nombre: lo que se ha firmado en Minsk, un cese al fuego con el compromiso de retirar el armamento pesado y mantener una zona tampón, no es otra cosa que la aceptación del triunfo de Putin.
En septiembre pasado, se firmó en el mismo lugar, Minsk, un cese el fuego que ha sido violado por los separatistas y su titiritero, Rusia, con excelentes resultados: este nuevo alto el fuego los pilla con el control de un territorio bastante mayor que el muy grande que ya tenían. Desde entonces hasta hoy, es decir en el espacio de apenas cuatro meses, los prorrusos se han apoderado de amplias zonas de Donetsk (en el sur) y Lugansk (en el norte) que todavía les eran ajenas aun cuando las dos repúblicas autoproclamadas bajo mando separatista usan el nombre global de esas dos regiones. Basta ver un mapa con la línea de separación de septiembre pasado y compararla con la actual para darse cuenta de que Putin y sus agentes se han adueñado de un 50 por ciento de territorio adicional.
Este es el resultado de una estrategia que nunca ocultó sus intenciones aun cuando el discurso fuese por momentos victimista en vez de hostil. Desde que en noviembre de 2013 los ucranios de la zona occidental del país se lanzaron a las calles a protestar por la decisión del entonces Presidente, Viktor Yanukovych, de renunciar a una alianza con la Unión Europea y entregarse en brazos de Putin, la respuesta de Moscú ha sido la misma. Puede describirse, a grandes rasgos, así: si no podemos hacer del gobierno de Kiev un vasallo que nos permita reconstruir la grandeza imperial rusa y utilizar a Ucrania como tampón frente a Europa occidental, haremos ingobernable este país y nos apropiaremos del este prorruso.
El objetivo no era una invasión militar abierta sino el uso de agentes, en este caso los separatistas, y la exacerbación del nacionalismo prorruso de la población para crear una situación de hecho. La situación de hecho se parece mucho a la del Transdniéster, la zona de Moldavia que los rusos controlan desde hace años aun cuando oficialmente no les pertenece. La secuencia que va desde febrero de 2014, cuando Putin, mediante los separatistas, tomó Crimea, base clave de su flota del mar Negro, arrebatándole el control a Kiev, hasta hoy no ha dejado nunca lugar a dudas con respecto al objetivo principal. A las pocas semanas fueron tomados los edificios gubernamentales en Donetsk y Lugansk, y el resto es historia conocida, incluyendo unas sanciones aplicadas a Moscú por parte de Washington y las capitales europeas que han mordido carne pero no han logrado disuadir a Putin.
Por ello mismo, hace pocas semanas, violando abiertamente el cese el fuego de septiembre pasado, el líder ruso reinició la ofensiva en el este, logrando con su respaldo militar que los separatistas no sólo ampliaran el control de las regiones mencionadas sino que pusieran en serio peligro a las tropas ucranias en Debáltseve, a las que rodearon y causaron muchas bajas.
Fue entonces que, haciendo pública una impaciencia con Europa manifestada en privado muchas veces, la administración Obama empezó a hablar de una posibilidad que llevaba el inequívoco sello de la Guerra Fría: armar al gobierno de Kiev para que pueda defenderse y con suerte ganar terreno en el este. No está claro que Obama hubiera tomado ya una decisión -en cierta forma el lenguaje sugiere que todavía no-, pero lo que sí resulta evidente es que pretendía provocar un efecto al otro lado del estrecho de Bering. Sin embargo, donde lo produjo es al otro lado del Atlántico, donde de inmediato los capitostes de la Unión Europea, y especialmente Merkel, reaccionaron con alarma. Ello fue el detonante de la diplomacia de alto nivel que desarrolló la canciller germana en Munich, Moscú y Minsk a fin de lograr lo que esta semana se anunció: un acuerdo para parar la guerra.
La jugada de Putin salió a pedir de boca: el acuerdo no sólo significa, en la práctica, la separación de las dos partes de Ucrania (hasta se negocia la presencia de tropas de mantenimiento de la paz en la frontera de hecho), sino el reconocimiento del vasallaje del este con respecto a Moscú. A diferencia de lo que sucederá -si todo se cumple- en la línea de demarcación que partirá en dos a Ucrania, no se ha previsto nada muy concreto con respecto a la frontera entre el este ucranio y Rusia. Se ha hablado en términos vagos de la posibilidad de alguna presencia neutral pero nadie ha querido detallarla o incluso referirse a ella formalmente. En el caso de la frontera entre el este y el oeste ucranios, en cambio, se negocia ya si serán las tropas de países miembros de la OSCE (Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa) o de laONU las que vigilarán que la zona tampón no sea violada.
Robert Kaplan, el conocido analista de asuntos internacionales y de temas militares, comentaba en el Wall Street Journal esta semana que Putin, consciente de las humillaciones históricas de su país (invasiones de Napoleón y Hitler, y, antes, de suecos, polacos y lituanos), pretende crear una gran zona de protección en Europa central y oriental. Para ello emplea todas las armas: el petróleo y el gas, el servicio de inteligencia, la mafia, las minorías de origen ruso y el armamento que entrega a sus vasallos. Esto implica que Ucrania no es el último objetivo, aun siendo de los más importantes, porque allí están también los otros objetos de su deseo: los bálticos en el norte y, hacia el sur, los balcánicos, es decir Rumanía, Serbia y Bulgaria. Este esquema le daría un dominio mayor del mar Negro, algo que sólo encontraría el obstáculo de Turquía, país con el que Moscú ha estrechado vínculos de manera notable en los últimos tiempos.
Este análisis me suena bastante convincente aun cuando la estrategia no creo que tenga que ver sólo con la paranoia -es decir el temor a ser humillado por una Europa que pretendería absorber en la UE y en la OTAN a todos los vecinos de Rusia-, sino también con esa mezcla de ambición imperial e instinto predatorio que están en la longeva tradición autoritaria de Rusia. Putin la expresa ejemplarmente. Como expresa ejemplarmente la psicología de un número considerable de rusos cuya lectura de su propia historia es la de un país constantemente humillado por Occidente. Lo explica bien Anna Arutunyan en su reciente libro sobre Rusia, titulado The Putin Mystique. Según ella, “el deseo de millones de rusos de seguirlo” explica el poder de Putin tanto o más que su forma autoritaria de gobernar el poder que tiene.
Si todo esto resulta relativamente fácil de observar para cualquiera, no debería ser ciencia atómica para los líderes de Europa. Sin embargo, han optado por el apaciguamiento. ¿Por qué? Por razones que quizá tengan que ver con la Europa exhausta del mundo posterior a la crisis financiera de 2008, pero también con el tipo de liderazgo surgido desde el fin de la Guerra Fría. Los líderes europeos no quieren correr el riesgo de una guerra con Rusia y no se sienten lo bastante fuertes como para intimidar a Putin.
Los gobernantes del Viejo Continente parecen haber entendido que su propia fuerza para hacerle frente es inferior a la determinación que tiene él de encararlos. La actitud se resume así: si el precio que tenemos que pagar para convivir en paz con Putin es aceptar que tenga una zona de influencia en Europa central y oriental, aprendamos a aceptarlo y, con suerte, la debilidad económica del país hará difícil que el alcance geográfico y el grado de avasallamiento político de ese espacio geopolítico sean tan grandes como pretende.
En cierta forma, Obama ha llegado también a una conclusión pesimista pero con una diferencia: mientras que los europeos gobiernan a sociedades sin hambre de pelear, Estados Unidos no acepta nunca con facilidad una derrota de política exterior. Los republicanos, la opinión pública y los órganos de presión no dejan de recordarle a Obama lo humillante que es el avance aparentemente incontenible de la estrategia de Putin y ningún gobernante estadounidense puede darse el lujo de aparentar la rendición o el inmovilismo frente a un enemigo.
Tal vez haya una excepción y ella sea la que estamos viendo: una Europa que toma el liderazgo y otorga a Washington la coartada perfecta para aceptar el “statu quo”. Liderazgo europeo que implica, en este caso, pactar con Putin pero que facilita que Washington se rinda ante los hechos consumados. Carecería de sentido que Obama emprendiera una cruzada solitaria contra Putin si Merkel, Hollande y los demás, vecinos cercanos de Rusia, prefieren el apaciguamiento.
Hay que reconocer que si algo tiene Putin, bajo esa apariencia rudimentaria, es un sofisticado olfato político: ha comprendido las claves del liderazgo de los actores del Occidente liberal en los tiempos actuales. Sabe hasta dónde puede llegar porque conoce los límites amplios de la paciencia europea, el otro nombre de su temor. Y sabe que tener a Europa atemorizada es también una limitación para la intervención de un Obama crepuscular. La apuesta del último mes, con el recrudecimiento de los ataques de los separatistas contra las tropas ucranias, era arriesgada pero no carecía de cálculo informado. El tiempo le ha dado, probablemente antes de lo que él mismo pensó, la razón.