Por Álvaro Vargas Llosa
En las últimas semanas, la candidatura presidencial del jefe del gobierno de Buenos Aires y ex presidente del Boca Juniors, Mauricio Macri, ha dado un salto cualitativo en Argentina. Para los observadores internacionales -gobiernos, mundo financiero, gran prensa-, ha pasado a ser el referente; los análisis, proyecciones, cábalas y hasta proyectos relacionados con ese país pasan por la pregunta: ¿Será el hombre en quien recaerá, finalmente, la tarea de rescatar a los argentinos del naufragio?
La reciente decisión de la Unión Cívica Radical, el más que centenario partido liderado por Ernesto Sanz, de sumarse a la coalición que está gestando Macri, fue tan sorprendente como perturbadora para el kirchnerismo. Esta organización cuenta con una estructura nacional de la que Macri en parte carecía, exhibe unas credenciales de centroizquierda y hasta populismo “light” que blindan al líder de centroderecha por su siniestra, y cuenta con una capacidad para poner fiscales electorales en las cien mil mesas donde votarán los argentinos. Por tanto, ofrece a Macri mucho más de lo que, a juzgar por las horas bajas del radicalismo, parece. La reacción furibunda del kirchnerismo, por boca del jefe del gabinete de la presidenta, Aníbal Fernández, es un síntoma inequívoco de que así lo ve y lo siente la Casa Rosada.
La UCR es la pata que le faltaba a Macri. Ya tenía el respaldo de Elisa Carrió, la incombustible líder de Coalición Cívica que ha hecho en la Argentina de los últimos años la denuncia pertinaz del régimen kirchnerista y tiene, además de credenciales éticas, un cierto retintín progresista. También contaba con una posición expectante en los sondeos, o bien porque los lideraba o porque estaba muy cerca de Daniel Scioli, el gobernador de la provincia de Buenos Aires que, según se presume, será el candidato del oficialismo, y de Sergio Massa, el disidente del kirchnerismo que desde la pequeña localidad de El Tigre propinó al gobierno un varapalo electoral en las legislativas de 2013. Macri mostraba, además, las heridas de guerra -después de muchos años de ser un blanco predilecto de la presidenta- indispensables para demostrar al electorado que está en condiciones de sobrevivir a la máquina trituradora que el poder movilizará para aplastar a la oposición en los comicios de octubre.
Pero faltaba una cosa: erigir un armazón político capaz no sólo de proteger el voto, sino también de dotar a la candidatura de Macri de esa sensación arrolladora, ese “momentum”, que según los anglosajones juega un papel psicológico acelerador de tendencias en las campañas electorales.
Ahora, con el apoyo de la UCR, lo tiene. ¿Garantiza esto la victoria? No, ni mucho menos. Pero la candidatura de Macri ha adquirido algo así como una mayoría de edad. Ha pasado de ser un interrogante a convertirse en una afirmación. Si una organización política como la UCR, con posiciones ideológicas distantes de las de Macri, ve en él al líder apto para desalojar al kirchnerismo e iniciar la reconstrucción, quiere decir que esa candidatura ha trascendido el estadio tentativo que era el suyo y asumido las dimensiones de una causa nacional, por así decirlo.
Falta atar cabos. Habrá en agosto unas elecciones primarias abiertas, las famosas Paso, de las que surgirá el candidato de la coalición. Participarán en ella los nuevos socios de Macri, incluyendo a Carrió y a Sanz, además del propio jefe del gobierno bonaerense. Se da por sentado que Macri ganará y que los socios aceptarán su derrota y se sumarán a él. Como las Paso tienen características de primera vuelta electoral encubierta, un triunfo claro de Macri en ellas equivaldrá a haber ganado la primera etapa del proceso que conduce a la Casa Rosada.
Podría incluso no producirse esa competencia entre socios políticos. Si Macri, Carrió y Sanz negociaran, como sugiere el rumor en los predios opositores, sus listas y cuotas de poder de antemano y los pretendientes se abstuvieran de la formalidad de competir con Macri en las primarias, la candidatura del jefe de Buenos Aires estaría santificada antes de agosto.
En este escenario, pasan a ser urgentes dos cuestiones. Una, la candidatura oficialista; dos, la de Sergio Massa, el “new kid on the block” que en 2013 irrumpió con fulgor en el espacio político pero que ha quedado descolocado y busca aliados. Empiezo por lo segundo: su esperanza es una de las vertientes del peronismo disidente, encabezada por Ernesto Duhalde (sí, el de siempre) y secundada acaso por el gobernador de Córdoba, José Manuel de la Sota. Massa tenía interés en que la UCR le diera su caución, lo mismo para debilitar a Macri que para proyectar una imagen de fuerza aglutinante con “momentum”. Si hubiese logrado el apoyo de Sanz, también habría neutralizado en parte a Elisa Carrió: ella dejó en su momento la alianza con la UCR y otros partidos que se cobijaban bajo la coalición conocida como Unen para respaldar a Macri, argumentando que si sus socios no la seguían quedarían descolgados de la historia con mayúsculas. El que la UCR, pieza maestra de Unen, que tanto la criticó, haya acabado dándole a Carrió la razón, es otra forma de fortalecer a Macri.
Ante la escasez de posibilidades, le queda a Massa la opción de estos peronistas disidentes con poco arrastre nacional, pero que tal vez lo ayuden a no parecer demasiado solitario. En cualquier caso, ha perdido puntos en la percepción pública ante Macri. No son irrecuperables, pero, a tan pocos meses de las Paso, pueden resultar demasiados: muchos votantes potenciales de Massa tienen como prioridad derrotar al kirchnerismo.
Queda pendiente la candidatura del oficialismo. Allí el reto no es tanto el de encontrar socios, sino el de cerrar heridas. El hombre mejor colocado para representar al kirchnerismo es, al mismo tiempo, un soterrado enemigo de la presidenta al que los principales aliados de ella, aglutinados en La Cámpora, han atacado durante años. Estos líos de familia no son infrecuentes en el peronismo, como no lo son los arreglos de último minuto para conseguir objetivos urgentes. Pero ya no está tan claro, en esta hora atroz de la Argentina, que a Scioli le interese ser un mero muñeco de ventrílocuo del kirchnerismo, que, aun si sale de los comicios como primera fuerza parlamentaria, casi no tiene posibilidades de continuar en el poder.
El kirchnerismo puro y duro, incluida La Cámpora, vio siempre a Scioli con sospecha con razones fundadas: no lo creía un sirviente de Kirchner sino un aliado transeúnte que seguiría su propio camino a la primera oportunidad. Intuía que la inclinación ideológica del gobernador de la provincia bonaerense, sin dejar de exhibir la inevitable impronta populista del peronismo, tenía algunos vasos comunicantes con la oposición de centroderecha. Scioli, sin embargo, nunca planteó guerra abierta al gobierno, sabedor de que en su posición semejante temeridad podía costarle muy caro y de que su identificación con el peronismo lo hacía un improbable seductor de votos liberales de centroderecha, al menos a escala importante. De allí que las relaciones hayan sido malas pero no se hayan roto y que en estas circunstancias ambas partes entiendan que tal vez sea inevitable entenderse. Las encuestas, después de todo, no lo dejan nada mal parado ante Macri y Massa en primera vuelta, aun cuando en un balotaje su desventaja es evidente frente a cualquiera de los otros dos, enemigos declarados del gobierno (mucho más Macri que Massa, desde luego).
Una sombra planea sobre todo esto: la limpieza de los comicios.
El deterioro ético de la política argentina en todos estos años ha tenido como grandes protagonistas a los personajes clave del kirchnerismo.
El horizonte penal de muchos de estos personajes se presenta muy amenazador. La necesidad, la desesperación, por protegerse los llevará a usar todas las armas posibles para impedir que el enemigo acceda a la Casa Rosada. En una Argentina donde hasta un fiscal crítico del gobierno puede aparecer muerto sin que se logre determinar quién lo mandó matar, la cuestión no es académica sino de supervivencia. Supervivencia de la democracia y el estado de derecho, y por tanto de las elecciones como mecanismo civilizado y fiable de decidir quién gobierna a la sociedad.
Una razón de más por la cual la coalición variopinta que está aglutinando en torno suyo Mauricio Macri puede ser determinante.
Dicho esto, esa coalición encierra peligros. El mayor de todos es el que está en al subconsciente -quizá en la conciencia- de muchos opositores al kirchnerismo: el precedente de Fernando de la Rúa y “Chacho” Alvarez. A finales de los 90, la UCR, liderada por De la Rúa, se alió con Alvarez, un hombre de vieja tradición peronista que acabó de vicepresidente. El experimento fue un fiasco y acabó con un Alvarez convertido en enemigo a cara descubierta del presidente y su gobierno. En el caso de la coalición de Macri, el riesgo no es sólo ese sino también la incompatibilidad ideológica. Si la UCR, que tiene una tradición populista muy viva, decidiese impedir que un eventual presidente Macri desmontara parte del legado institucional y económico del kirchnerismo -en el supuesto de que el actual jefe de Buenos Aires tuviera el valor de intentarlo-, podría deshacerse la coalición y venirse abajo el gobierno. Tampoco se puede descartar que Carrió, que es una fuerza de la naturaleza y muy independiente, y que no tiene necesariamente la misma visión que Macri en temas económicos, pretenda frenar reformas que juzgue demasiado “liberales”. O que, fiel a su papel de cancerbera de la moral pública, denuncie a personajes del gobierno ante cualquier cosa que juzgue fuera de lugar, provocando un desgaste no sólo de los señalados sino de todo el gobierno.
Todos estos riesgos adquieren mayor potencia si se tiene en cuenta que, en la eventualidad de que Macri gane los comicios, el peronismo, con su capacidad destructiva de gobiernos no peronistas (De la Rúa fue una de sus víctimas), le hará la vida imposible. Si además de tratar de sobrevivir al embate peronista opositor Macri tiene que defenderse 24 horas al día de sus socios de coalición, las perspectivas de que su gobierno dure o sea exitoso resultan liliputienses.
Mucho dependerá de la magnitud de su victoria, si ella se da. También, de la audacia, rapidez y simultaneidad de sus reformas, y de su capacidad para aprovechar la luna de miel, ese estado de gracia de que goza por lo general todo nuevo gobernante. He tenido ocasión, en mis viajes a Argentina en los últimos años, de tratar a Macri y a su gente. Me han parecido conscientes de los muchos riesgos que acechan su proyecto y de la necesidad de dar un vuelco definitivo, bajo un liderazgo robusto, a la herencia envenenada del kirchnerismo. Pero es demasiado pronto para saber si serán capaces de ganar, primero, y gobernar bien, después. Por lo pronto, lo logrado en semanas recientes es un muy buen comienzo del tramo final.