Por Mario Vargas Llosa
El País, Madrid
¿Sabía usted que los murciélagos que salen a cazar en la noche regresan a la gruta con la boca llena de un sangriento alimento para dar de comer a sus congéneres incapaces de valerse por sí mismos? Ahora bien, pregúntese usted, después de enterarse de este hecho objetivo, si semejante conducta de esos roedores volantes, silentes y ciegos podría llamarse “conciencia” o “piedad” y ser, por tanto, algo equivalente a lo que hace, en Las uvas de la ira, de John Steinbeck, ese personaje apodado Rose of Sharon que amamanta con la leche de su hijo (que nació muerto) a un anciano agonizante. Ese es el dilema que se plantea y nos plantea a los espectadores —The Hard Problem— la simpática e inteligente Hilary, el personaje principal de la última pieza de Tom Stoppard que acaba de presentarse en el National Theatre, de Londres.
Tal vez Stoppard, probablemente el más original y arriesgado de los dramaturgos modernos, sea el único autor contemporáneo capaz de llevar a un escenario una historia centrada en una temática que combina la neurobiología, la química, la psicología y la teología y mantener a los espectadores una hora y tres cuartos inmóviles en sus butacas, estupefactos y hechizados, mientras, sin comprender nunca cabalmente del todo lo que ocurre, siguen las peripecias intelectuales y morales que vive la indócil Hilary, a la vez que prepara su tesis doctoral en el Instituto Krohl. Está rodeada de científicos descreídos que, como su tutor Spike, se burlan de su fe y sus oraciones de antes de acostarse, y creen, grosso modo, que la llamada conciencia humana no constituye una dimensión espiritual independiente del cuerpo, sino que es nada más —y nada menos— un producto resultante de los cruces, descruces, conformaciones y hasta confusiones de los miles de millones de neuronas que contiene el cerebro humano.
La obra no pretende educarnos al respecto, proponiendo una solución materialista o idealista a la indagación que desvela las noches de Hilary, sino, simplemente, luego de presentarnos las razones y pruebas que esgrimen los partidarios de ambas tesis, nos deja en la encrucijada de decidir por nuestra cuenta si optamos, como Hilary, por creer que lo humano no se agota en lo físico sino que consta también de una dimensión que no lo es —alma, espíritu, conciencia o como quiera llamársele— o, más bien, por alguna de las sutiles y enrevesadas fórmulas de los sabios o sofistas que sostienen lo opuesto, es decir, que sólo somos lo que tenemos en el cuerpo. El gran mérito de la obra de Stoppard es mostrarnos que no hay una respuesta racional y objetiva para The Hard Problem: que, cualquiera que sea la solución por la que optemos, ella será siempre, no una fórmula lógica irrefutable, sino un acto de fe. Como si Dios existe o no existe, si hay otra vida además de ésta, y si prevalece una religión verdadera entre las que existen o todas son falsas. Nada de eso se podrá probar nunca científicamente, como creen los arrogantes investigadores microbiológicos del Instituto Krohl, y, por tanto, el debate no terminará nunca y seguirá desasosegando a la especie humana por siempre jamás.
Algunas de las críticas que ha merecido The Hard Problem se preguntan si no resulta temerario llevar a escena una problemática tan abstracta y alejada de los conflictos cotidianos que suelen divertir, intrigar o conmover a los espectadores. Desde luego que tienen razón. La obra no es nada fácil, exige un gran esfuerzo de concentración para no extraviarse entre los razonamientos, referencias científicas o delirantes sofismas que, ataviados con una pretenciosa retórica académica, llueven sobre la valerosa Hilary. ¿Pero no ha sido siempre igual de escurridizo y exigente el teatro de Stoppard? Desde que yo vi, en los años sesenta londinenses, su maravillosa Rosencrantz and Guildenstern Are Dead, hasta la última, Rock’n’Roll, siempre he admirado en él su desprecio por la facilidad y por las modas, y la insolencia con que ha escrito siempre las historias que a él le importaban, algunas tan delirantes como las de los filósofos acróbatas de Jumpers o el anciano arterioesclerótico de Travesties que, entre las legañas de su memoria, trata de recordar si en aquella Zúrich donde fue empleado del consulado británico llegó alguna vez a codearse con los tres ilustres exiliados que coincidieron con él en aquella ciudad: Joyce, Lenin y Tristan Tzara.
Su gran mérito es haber conseguido que ese teatro de asuntos complejos y difíciles que ha sido siempre el suyo —¡un teatro de ideas en estos tiempos de frenética frivolidad!— llegara siempre a conquistar un vasto público, sobornándolo gracias a ese humor suyo, centroeuropeo a la vez que británico (una herencia de sus ascendientes checos), en el que hay ironía, sarcasmo, grandilocuencia, delirio y, siempre, una ternura compasiva para todas las extravagancias y excesos de los bípedos humanos. En The Hard Problem el humor está mucho menos presente que en otras piezas suyas y tal vez por eso la obra vence menos fácilmente las resistencias de un público acostumbrado a ir al teatro sólo a pasar un rato de esparcimiento y diversión, no a embrollarse el cerebro preguntándose si esto que vive aquí es la única vida, y él y los suyos son un mero producto de las casualidades astrales o los hijos de un diseño trascendente, del capricho o la sabiduría ininteligible de una divinidad arbitraria, lo que indicaría que hay otra vida, más elusiva y permanente, y mucho más difícil de imaginar que esta que se le va escapando cada día de las manos.
¿Por qué uno sale de esta última obra de Stoppard incómodo y hasta angustiado? Los actores son magníficos, la puesta en escena impecable y lo que ocurre en el escenario inquietante. Tal vez por esto último. No estamos acostumbrados a que las obras de teatro —o las novelas— nos inflijan la responsabilidad de tener la última palabra, de decidir cuál es la conclusión de aquello que acabamos de leer o de ver representado, y, sobre todo, en el caso de The Hard Problem, enfrentarnos a la tremenda disyuntiva de decidir si los valores, la generosidad, la bondad, el amor, la amistad que hay en nosotros, o la maldad, el egoísmo, la mezquindad, lo rencoroso y perverso que también nos habita, resultan de una fatídica operación químico neurológica de nuestro cerebro, o si detrás de todo ello hay lo que los existencialistas llamaban una elección, un actuar deliberado, decidido por una conciencia no condicionada biológicamente, que es libre y, por lo mismo, nos hace responsables de aquello que hacemos o dejamos de hacer.
La noche está fría en Londres después del teatro, pero no llueve, y es agradable caminar a orillas del Támesis, viendo las luces y la gente animada de las terrazas, y la multitud de jóvenes que salen de la cinemateca de un festival de películas escandinavas. ¿Somos, cuando actuamos de una manera noble y desinteresada, idénticos a los repelentes murciélagos a quienes el instinto de supervivencia de la especie incita a llevar sangre en la boca a sus congéneres inválidos? ¿O hay, en la Rose of Sharon, inventada por John Steinbeck, que da de mamar de sus pechos al anciano hambriento, algo más que un proceso químico biológico que haría de ella una autómata, un robot que mima la caridad? Es algo que no se puede averiguar, es algo que tenemos que decidirlo y actuar en consecuencia. Porque lo que está en juego, en el fondo de aquel duro problema, no es si Dios existe o no existe, sino si somos libres o no. Si los miles de millones de neuronas que por lo visto vibran en nuestro cerebro deciden nuestros afectos y defectos, nuestras virtudes y vicios, no lo somos; aparentamos una libertad que no tenemos, pues nuestra conducta está dirigida fatídicamente por aquellos microscópicos organismos que pululan por nuestro cuerpo. No nos conviene que así sea, aunque lo fuera. La libertad, aunque parezca que la mimamos, termina por emanciparse a sí misma de toda forma de conductismo, y, aunque dicho así resulte una cacofonía, practicándola nos hace libres. ¿La larga historia de la humanidad no es, acaso, una testaruda lucha por escapar a esos condicionamientos físicos, naturales, en que han quedado atrapados los animales y de los que los seres humanos hemos ido liberándonos luego de innumerables aventuras, caídas y levantadas? Como todas las buenas obras de teatro, The Hard Problem, de Tom Stoppard, empieza de verdad sólo después de que termina el espectáculo.
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