El País, Madrid
Se equivocan quienes dicen que la visita del expresidente español Felipe González a Venezuela ha sido un fracaso. Yo diría que, más bien, ha constituido todo un éxito y que en los escasos dos días que permaneció en Caracas prestó un gran servicio a la causa de la libertad.
Es verdad que no consiguió visitar al líder opositor Leopoldo López, preso en la cárcel militar de Ramo Verde, ni tampoco asistir a la vista de su juicio ni a la audiencia en que se iba a decidir si se abría proceso al alcalde de Caracas, Antonio Ledezma (preso desde febrero), pues ambas convocatorias fueron aplazadas por los jueces precisamente para impedir que González asistiera a ellas. Pero esto ha servido para mostrar, de manera flagrante, la nula independencia de que goza la justicia en Venezuela, cuyos tribunales y magistrados son meros instrumentos de Maduro, al que sirven y obedecen como perritos falderos.
De otro lado, lo que sí resultó un absoluto fracaso fueron los intentos del Gobierno y jerarcas del régimen de movilizar a la opinión pública contra González. En un acto tan ridículo como ilegal, el Parlamento que preside Diosdado Cabello —acusado por prófugos del chavismo a Estados Unidos de dirigir la mafia del narcotráfico en Venezuela— declaró al líder socialista persona non grata, pero todas las manifestaciones callejeras convocadas contra él fueron minúsculas, conformadas sólo por grupos de esbirros del Gobierno, en tanto que, en todos los lugares públicos donde González se mostró, fue objeto de aplausos entusiastas y una calurosa bienvenida de un público que agradecía el apoyo que significaba su presencia para quienes luchan por salvar a Venezuela de la dictadura.
Su comportamiento, en ese par de días, fue impecable, exento de toda demagogia o provocación. Se reunió con la Mesa de la Unidad Democrática, que agrupa a las principales fuerzas de la oposición, y las exhortó a olvidar sus pequeñas rencillas y diferencias y mantenerse unidas ante el gran objetivo común de ganar las próximas elecciones y resucitar la democracia venezolana, a la que el chavismo ha ido triturando sistemáticamente hasta reducirla a escombros. Aunque todas las encuestas dicen ahora que el apoyo a Maduro no sobrepasa un 20% de la población y que el 80% restante está en contra del régimen, el triunfo de la oposición no está garantizado en absoluto, debido a las posibilidades de fraude y a que, en su desesperación por aferrarse al poder, Maduro y los suyos puedan recurrir al baño de sangre colectivo, del que ha habido ya bastantes anticipos desde la matanza de estudiantes el año pasado. Por eso es indispensable, como dijo González, que todas las fuerzas de la oposición se enfrenten solidarias en la próxima confrontación electoral que el régimen, debido a la presión popular, ha prometido para antes de fin de año.
Pero, quizás, el efecto más importante de la visita de Felipe González a Venezuela, aparte del coraje personal que significó ir allí a solidarizarse con la oposición democrática sabiendo que sería injuriado por la prensa y los gacetilleros del régimen, es el ejemplo que ha dado a la izquierda latinoamericana y europea. Porque hay entre ella, todavía, y no sólo entre los grupos y grupúsculos más radicales y antisistema, sectores que, pese a todo lo que ha ocurrido en los años de chavismo que padece la tierra de Bolívar, alientan todavía simpatías por este régimen y se resisten a criticarlo y a reconocer lo que es: una creciente dictadura cuya política económica y corrupción generalizada ha empobrecido terriblemente al país, que tiene hoy día la inflación más alta del mundo, índices tenebrosos de criminalidad e inseguridad callejera, y donde prácticamente ha desaparecido la libertad de expresión y los atropellos contra los derechos humanos se multiplican cada día.
Es verdad que algunos de los defensores del régimen de Maduro, como los presidentes Rafael Correa, de Ecuador, Evo Morales, de Bolivia, el comandante Ortega, de Nicaragua, Cristina Kirchner, de Argentina, y Dilma Rousseff, de Brasil, lo hacen con hipocresía y duplicidad, elogiándolo en discursos demagógicos, defendiéndolo en los organismos internacionales, pero evitando sistemáticamente imitarlo en sus propias políticas económicas y sociales, muy conscientes de que éstas últimas, si siguieran el modelo chavista, precipitarían a sus países en una catástrofe semejante a la que padece Venezuela.
Aunque en Europa el socialismo ha ido convirtiéndose cada vez más en una social democracia, haciendo suyos los valores liberales tradicionales de tolerancia, coexistencia en la diversidad, respeto a la libertad de opinión y de crítica, elecciones libres, una justicia independiente, y comprendiendo que las nacionalizaciones y el dirigismo económico son incompatibles con el desarrollo y el progreso —véase los esfuerzos que hace la Francia socialista de Hollande y Valls para impulsar el mercado libre, estimular la empresa privada y abrir cada vez más su economía—, todavía en América Latina persisten los mitos colectivistas y estatistas. Lo que Hayek llamaba “el constructivismo”, la idea de que una planificación racionalmente formulada podía ser impuesta a una sociedad para imponer una justicia y un progreso material que tendría en el Estado su instrumento central, pese a que la historia reciente muestra en los casos del desplome de la URSS y la conversión de China Popular en un país capitalista (autoritario) el fracaso de ese modelo, todavía en América Latina sigue siendo la ideología de muchas fuerzas de izquierda, uno de los obstáculos mayores para que el continente, en su conjunto, prospere y se modernice como ha ocurrido, por ejemplo, en el continente asiático.
Felipe González prestó un enorme servicio a España contribuyendo a la modernización del socialismo español, que, antes de él y su equipo, estaba todavía impregnado de marxismo, de “constructivismo” económico y no había asumido resueltamente la cultura democrática. Curiosamente, su adversario de siempre, José María Aznar, hizo algo parecido con la derecha española, a la que impulsó a democratizarse y a modernizarse. Gracias a esa convergencia de ambas fuerzas hacia el centro, España, a una velocidad que nadie hubiera imaginado, pasó, de una dictadura anacrónica, a ser una democracia moderna y funcional y un país cuya prosperidad, no hace muchos años, el mundo entero veía con asombro. Conviene recordarlo ahora cuando, debido a la crisis, ha cundido ese parricidio cívico que pretende achacar todo lo que anda mal en el país a aquella transición gracias a la cual España se salvó de vivir el horror que está viviendo Venezuela.
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