Por Miquel Rosselló
Es relativamente frecuente encontrar por la calle a gente con la cara del Ché estampada en su camiseta, manifestaciones en las que se enarbolan diferentes símbolos comunistas e incluso partidos políticos que todavía hoy se declaran seguidores de Marx -Carlos, no Groucho- y se enorgullecen de ello. A pesar de que cien millones de muertos los contemplan, gozan de una tolerancia social que, por ejemplo, los seguidores de la rama nacional-socialista -por suerte- no tienen. El colectivismo estatista es un continuo ideológico que supera la brecha entre izquierda y derecha, el socialismo es transversal y desde que desde el centro político se pretender planificar una sociedad de forma coactiva y a través del monopolio estatal solo pueden encontrarse diferentes grados de colectivismo.
El socialismo, además de un error teórico y una fábrica de miseria en la práctica, tiene como punto de partida la soberbia del socialista que se cree mejor que los demás. Autopresume su bondad y cae en la fatal arrogancia para organizar las vidas ajenas sin tener en cuenta ni las consecuencias ni lo que quieren los organizados, a quienes se les presume, en el mejor de los casos, ignorancia, y en el peor, maldad. El colectivista puede planificar la vida social porque él es bueno y sabe lo que los demás necesitan frente a quienes no tienen esa conciencia o son egoístas y avariciosos.
Este desprecio hacia los demás ofrece una ventaja a los socialistas en el debate público en el que se permiten dar lecciones y cuestionar la mera existencia de las propuestas alternativas a las suyas. Las discusiones superan el plano racional y desde su atalaya moral pontifican sobre todo tipo de cuestiones que terminan inmiscuyéndose en la vida de todos. Los mecanismos mentales del progre están más cerca de la fe que de la razón. De ahí su confianza en el mesías/político y las soluciones milagrosas. Esta visión pseudo-religiosa ha sustituido la posición de la Iglesia en el debate público y se apoya en el Estado para convertir su moral en ley.
No obstante, hay principios como la libertad individual y el respeto a la propiedad que ningún colectivismo ha sido capaz de borrar. Esa ansia de libertad es inseparable del ser humano y es el único baluarte que le protege de la servidumbre. Al defender el liberalismo se incide demasiado en la prosperidad social que genera cuando en realidad ser libre siempre es mejor que estar sometido pese a que ello no conllevara más progreso. Por ello, a pesar de esa soberbia en el debate público, los colectivistas esconden siempre sus verdaderas intenciones que chocan frontalmente con la voluntad de libertad y la propiedad individual.
No es de extrañar tampoco que el último invento político que ha conseguido captar la atención de los votantes haya sido una de las marcas blancas del comunismo, ese chavismo con coleta que utiliza a los indignados como organización pantalla para llegar al poder y hacer la revolución desde el núcleo del sistema.
Los colectivistas se permiten el lujo de pasear su soberbia en público pese a sus fracasos debido a que los defensores de la libertad no se los recuerdan suficientemente. Ya lo dijo Jefferson, "el precio de la libertad es una eterna vigilancia".