Por Álvaro Vargas Llosa
En las últimas semanas, el régimen chavista de Venezuela ha vuelto a practicar ese “striptease” de signo contrario que consiste en ir revelando sus vergüenzas políticas para repeler en vez de seducir. Lo hace cada vez que se avecinan unas elecciones. Calcula -y generalmente tiene razón- que mientras mayor sea la impudicia repelente, menos peligro correrá su intimidad porque nadie se atreverá a meterse con ella.
El ritual ya está en marcha para las elecciones del 6 de diciembre que renovarán la totalidad de los 167 escaños de la Asamblea Nacional, donde el oficialismo controla 99. Se ha utilizado a la Contraloría General para inhabilitar a varios dirigentes opositores e impedir así que formen parte del próximo Parlamento. Entre ellos, los archiconocidos Leopoldo López y María Corina Machado, los ex alcaldes Daniel Ceballos y Vincenzo Scarano, y el gobernador de Zulia, Pablo Pérez. Los han acusado de todos los delitos habidos y están “inhabilitados” para participar en elecciones.
También se ha ido cambiando las reglas de juego para descartar otras candidaturas. Un cambio ha sido la imposición de una cuota femenina en las listas un día después de que la Mesa de la Unidad Democrática anunciara al 90% de sus candidatos, surgidos de unas primarias.
También se ha rechazado el ofrecimiento de observadores internacionales. Nicolás Maduro ha sido claro en el uso (¿cipayesco?) de un anglicismo: “Venezuela no es monitoreada ni será monitoreada por nadie”. Diosdado Cabello, el presidente de la Asamblea investigado por denuncias de vinculación con el narcotráfico, no ha respondido a la carta del presidente del Parlamento Europeo, Martin Schulz. Por último, el ministro Elías Jaua ha llamado “traidor” y “antivenezolano” al secretario general de la OEA, Luis Almagro, por recibir al opositor Henrique Capriles, cuya visita tuvo el propósito de conseguir que una misión de ese organismo observe el proceso electoral.
Para impedir que Europa, que ha ofrecido el envío de observadores, tome la iniciativa, Maduro ha provocado el enésimo conflicto con Madrid. Ha llamado al Presidente Rajoy “sicario” por las condiciones del nuevo rescate financiero a Grecia. También le han llovido epítetos nada homéricos al secretario general de la OEA (por quien Venezuela votó en marzo), no vaya a ser que muestre ímpetu democrático y ponga presión sobre Caracas para que permita observadores.
Maduro sabe, por si acaso, que sus vecinos sudamericanos son de entera confianza y oficiarán de deus ex machina para resolver las cosas si se le complicaran. Por eso ha aceptado que Unasur, el mismo organismo que avaló su triunfo en las presidenciales en las que Capriles denunció un fraude, envíe una misión de “acompañamiento”. Nunca mejor dicho.
Así actúa un régimen que sabe dos cosas: uno, que está perdido si permite un proceso electoral limpio (Datanálisis indica que la oposición obtendría el doble de escaños que la dictadura); dos, que no hay mucho más que la comunidad internacional pueda hacer de lo que ha hecho. Sobre los hombros de Maduro se acumulan condenas y críticas de distintas entidades de la ONU como el Grupo de Trabajo sobre Detenciones Arbitrarias del Consejo de Derechos Humanos, el Comité contra la Tortura, el Comité de Derechos Humanos del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, y Acnur; también han alzado su voz organismos como la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, Human Rights Watch y otras. No ha bastado porque la estrategia del chavismo es la huida hacia adelante.
Por eso no hay que ver el 6-D como una meta. Es un hito más en la larga carrera hacia la democracia liberal venezolana, que tiene para rato.