Por Álvaro Vargas Llosa
Chile se pregunta, desde hace algunos años, si ha hecho mal los deberes de política exterior. A la sensación de aislamiento o cuando menos incomprensión por parte de la región latinoamericana y de debilidad en ciertas instancias internacionales, se suma la duda: ¿Somos víctimas de un apego excesivo a la normatividad internacional que nuestros críticos aprovechan para obtener ventajas frente a nosotros por razones históricas de las que esta generación de chilenos no es responsable?
Este es el clima psicológico en el que surgen cuestionamientos políticos y jurídicos a la forma en que las autoridades chilenas han conducido la etapa preliminar del proceso que los enfrenta a Bolivia (como los hubo a la forma en que se llevó a cabo el que enfrentó a Chile con el Perú). Inevitablemente cuando las pasiones se apoderan de la discusión pública, surgen planeamientos como el que pretende que Chile denuncie el Pacto de Bogotá y rechace seguir en La Haya, o el que responsabiliza a quienes plantearon la objeción a la competencia del tribunal mundial del fallo que ahora los chilenos lamentan.
Todo esto va contra el sentido común. Si Chile no hubiera planteado la objeción preliminar, la acusación contra el gobierno habría sido que, al aceptar la competencia de La Haya sin más, estaba validando la demanda de Evo Morales, abriendo resquicios para que un tribunal que ya había fallado, en un caso anterior, en un sentido que Chile interpretó como adverso volviera a castigar a este país.
¿Y qué hay del retiro del Pacto de Bogotá? Es evidente que retirarse en medio de un proceso en marcha supondría dejar a Chile expuesto a una crítica internacional despiadada, habida cuenta de que la aspiración marítima de Bolivia tiene ya desde hace algún tiempo lo que se llama “buena prensa”. Haberlo hecho antes, ¿habría sido una forma de triunfo para Santiago? No: habría sido interpretado como una tácita aceptación de que Bolivia tenía la razón y por tanto de que Chile se sabía perdedor de antemano. Para no hablar, por supuesto, de lo importante: un país de instituciones serias como Chile no puede actuar de esa manera en el plano internacional sin pagar un costo significativo. No es lo mismo que la Venezuela del chavismo se retire de la jurisdicción de la Corte Interamericana de Derechos Humanos -porque nadie espera de semejante gobierno un elemental respeto por el entramado jurídico internacional- a que se retire Chile de La Haya.
Es cierto que países muy desarrollados se mantienen al margen de ciertos espacios jurídicos internacionales. El caso que chilla más es el de Estados Unidos, que no acepta la jurisdicción de la Corte Internacional de Justicia. Pero no es lo mismo una superpotencia que mantiene su aura de baluarte del mundo libre y democracia de alta sofisticación exhibiendo un lunar jurídico que un país pequeño en vías de dar el salto al primer mundo que soporta reclamos históricos sustrayéndose a instituciones del derecho internacional civilizado.
A lo cual se añade un inconveniente diplomático no menor: si Chile, a pesar de los esfuerzos que hace para llevarse bien con el vecindario, incluidos los países más pendencieros, es decir los que quisieran desterrar el modelo de democracia liberal globalizada que representa, soporta periódicamente cargas de fusilería diplomática, ¿qué no le dirían en cuanto foro existe sus vecinos una vez que hubiera renunciado a La Haya? No es difícil imaginar el espectáculo de gobiernos que ofenden la conciencia civilizada todos los días con sus abusos contra los derechos humanos y sus prácticas empobrecedoras en materia económica acusando a Chile, en nombre de la civilización, de ser un país abusivo y bárbaro.
Todo esto apunta a lo mismo: Chile -mejor dicho: las generaciones actuales de chilenos- tiene que lidiar con las consecuencias de tener un país más desarrollado y exitoso, y también de tener una historia con más triunfos dolorosos para los perdedores, que sus vecinos. Y ese asunto de fondo no admite el uso de una fórmula mágica en el campo diplomático. Por ello, antes de preguntarse qué se ha hecho mal, los chilenos deben aceptar que en muchos casos no había opciones mucho mejores.
Chile lo ha intentado todo: tener en ciertos momentos una actitud más afirmativa en defensa de su modelo frente a los populistas autoritarios y, en otros, poner la otra mejilla y contemporizar con ellos; promover a veces activamente la Alianza del Pacífico, lo que ponía nerviosa a la izquierda latinoamericana, y aplicar otras veces el freno a esa iniciativa desde el punto de vista de los gestos y el discurso público para tender puentes hacia otras iniciativas de integración regionales, como el Mercosur y Unasur, que tienen los problemas que ya conocemos; actuar por momentos de un modo que resultaba incómodo para Brasil por la proyección unilateral que ejercía Chile y, en otros, como durante los primeros tiempos de esta segunda administración de Bachelet, extremar la amistad con Brasilia; por último, actuar como un aliado no sólo comercial sino también ideológico de Estados Unidos en ciertas circunstancias y, en otras, como algunas elecciones para la Secretaría General de la OEA o la política hacia Cuba antes de que se pusiera de moda el castrismo en la Casa Blanca, hacer carantoñas a La Habana.
En ninguno de los casos, ni cuando hacía una cosa ni cuando hizo la contraria, puede decirse que Chile “resolvió” el problema de fondo: su condición excéntrica. Chile es diferente y, como el alumno al que ven raro los demás chicos de la clase, despertará siempre, mientras siga siendo Chile, los sentimientos que con frecuencia se traducen en sinsabores diplomáticos -o jurídicos-. Esta es una realidad con la que los chilenos tienen que aprender a convivir porque eludirla, creyendo que el problema verdadero es que se han hecho mal las cosas en política exterior en tales o cuales circunstancias, es una ingenuidad y representa una pésima lectura del vecindario. También, en muchos casos, es un error de percepción en cuanto la existencia de opciones sin costo. No las hay.
No hay sino que ver la demanda boliviana para entender que Chile ha intentado buscar fórmulas de solución en distintos momentos al conflicto con Bolivia. Se acusa a Chile de intransigencia en algunas materias y, sin embargo, toda la demanda boliviana se basa en lo contrario: constantes muestras, por parte de Chile, de haber estado dispuesto a negociar. De otro modo los bolivianos no podrían argumentar que Chile despertó en ellos “expectativas” de una salida al mar. Aunque cuesta mucho creer que La Haya puede dar a esto más peso que al Tratado de 1904, la idea, creo, vale independientemente de cuál sea el fallo, suponemos que dentro de pocos años, con respecto a la demanda boliviana. A lo que voy es a que no radica el problema en la actitud de Chile, que en muchos momentos ha sido dialogante y deseosa de comprensión y amistad, sino en un pecado original del que las actuales generaciones de chilenos no son directamente culpables. La excepcionalidad chilena en un vecindario con tantas frustraciones históricas es la verdadera culpable. Y eso no es un asunto de política exterior contingente.
Dicho todo esto, ¿hay algo que pueda hacer la política exterior para que Chile salga de esta situación de acorralamiento en que parece verse a sí misma de tanto en tanto?
La política exterior no debería nunca confundir los medios con los fines. Ese riesgo aumenta mucho si uno confunde las causas con los síntomas. Los reveses que haya podido tener Chile en materia jurídica internacional (aceptando por un momento que lo sucedido en el tema procesal en relación con la demanda boliviana ha sido un revés) y las dificultades para convencer a varios países latinoamericanos de la racionalidad de su posición en ciertas materias no son causas sino síntomas. Por tanto, creer que atacando esas causas que en realidad son síntomas con una política exterior más acertada se evitarán problemas en el futuro es, me parece, un error. Que las actuales generaciones de chilenos tengan que sufrir las consecuencias de las actuaciones históricas de generaciones anteriores es algo que tiene que ver con una mezcla de orgullos heridos de países del vecindario y de percepciones con respecto al poderío relativo de uno y de otros; y esto no es algo que pueda solucionarse con decisiones políticas. Al menos, no de forma cabal.
Lo cual me lleva de vuelta a la idea anterior: los fines no son lo mismo que los medios. Ser querido y comprendido o aceptado por los países que hoy se muestran hostiles, o que de tanto en tanto demuestran no compartir las tesis chilenas, no es un fin en sí mismo. El fin -al igual que en el caso de otros países de la región- es que Chile sea próspero y desarrollado y pueda vivir en paz; sus relaciones -los métodos- deben estar al servicio de ese objetivo. Ello implicará muchas veces ceder en ciertos aspectos, en otras ocasiones exigirá mantenerse en sus trece aun a costa de no despertar sentimientos de unanimidad en la región, y siempre, en toda circunstancia, ir avanzando hacia la integración con el mundo. Digo “mundo” porque esa integración es más amplia que la integración latinoamericana, cuyas dificultades son múltiples, en parte por las diferencias ideológicas entre unos y otros en el vecindario, y en parte porque la vocación integradora tiene intensidades muy distintas según el caso; en ciertos gobiernos, brilla por su ausencia.
Los países que han tenido más éxito en el mundo alcanzaron su estatus pasando por toda clase de etapas, algunas muy turbulentas. Tuvieron momentos de amistad y momentos de alta tensión -y a veces conflicto abierto- con los países de su vecindario, pero procuraron no distraerse de su objetivo. Adaptaron los métodos a los fines sin perder de vista los fines casi nunca. En cambio, una de las razones por las que la integración ha sido tan precaria y mediocre en América Latina es que los medios -por ejemplo, figurar unos y otros en alguna iniciativa conjunta o crear alguna estructura a la cual poder llamar “integradora”- se convirtieron en un objetivo más importante que el verdadero objetivo: el desarrollo, la prosperidad y esa paz que sólo dan los intercambios libres en todas las áreas. ¿No es acaso el Mercosur, para citar un ejemplo, un caso perfecto de eso mismo?
¿En qué debe traducirse para Chile todo esto? En seguir avanzando junto a quienes quieran avanzar con él, en llevar la fiesta en paz pero no perder más tiempo del necesario tratando de complacer a quienes objetan la mera existencia de un vecino más exitoso, y procurar, de vez en cuando, encajar con dignidad alguno que otro revés nacido de problemas históricos. Reveses que no van a destruir a Chile ni mermar su fortaleza como sociedad, sólo herir un poco el orgullo.
Lo que puede mermar a Chile es que los chilenos pierdan de vista qué hizo posible su relativo éxito y qué permitirá llevarlo a un nivel superior. Pero esa es otra historia.