Por Álvaro Vargas Llosa
Hay algo peor que provocar conflictos con países vecinos con los que se tiene diferencias ideológicas: demostrar excesiva debilidad creyendo que así se los evita.
El Presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, no tenía más que recordar al trato que dio Cuba a lo largo de décadas a gobiernos de signo ideológico contrario que se mostraron obsecuentes con él para saber que tarde o temprano el chavismo le hundiría el estilete en la espalda. Le hubiera bastado, para no ir tan lejos, tener en cuenta cómo trató Hugo Chávez a quienes juzgó débiles frente a él -incluyendo, por ejemplo, al anterior secretario general de la OEA- para entender que el apaciguamiento constante, el poner la otra mejilla diplomática todo el tiempo, no inhiben a la parte contraria de actuar en función de sus intereses más pequeños, sobre todo cuando, como es el caso del chavismo, no está en condiciones de comprender cuáles son los intereses superiores.
No, amigo Santos, el chavismo no era el “nuevo mejor amigo de Colombia”, como lo proclamó usted nada más asumir el poder creyendo que con eso compraba para siempre las indulgencias del caudillo y de sus sucesores. El chavismo, en la persona del ornitológico Presidente Nicolás Maduro, ahora le ha respondido cerrando tramos importantes de la frontera entre Venezuela y Colombia, deportando a más de mil colombianos, causando la estampida de otros 10 mil que han regresado a un país donde ya no tienen dónde vivir, ordenando la demolición de muchas de las propiedades de esos inmigrantes, dejando en el limbo a más de 1.500 niños separados de sus padres, arrestando a varias decenas de ciudadanos sin acusación concreta y, para colmo, acusándolo a usted de secundar los planes para matar al dictador que tiene de vecino.
No era ingenuidad lo que llevó a Santos a querer trabar cercana amistad con el chavismo desde el primer día. Eran dos cosas distintas: la necesidad de diferenciarse de su antecesor, Alvaro Uribe, y, con mayor intensidad, el interés en un acuerdo negociado con las Farc, que el mandatario colombiano ya tenía en mente y cuya negociación arrancó, finalmente, en las postrimerías de 2012. Venezuela, como Cuba, era un aliado y protector de la narcoguerrilla terrorista, otorgaba santuario tácito a varios de sus dirigentes y tenía capacidad para bloquear esa negociación. Por tanto, había que involucrar a Venezuela, lo mismo que a Cuba.
Hoy, muchos años después, todavía el acuerdo con las Farc brilla por su ausencia (se han pactado los asuntos menos espinosos y el pueblo colombiano ha perdido la fe que mantuvo mucho tiempo en ese proceso). A medida que ha pasado el tiempo, Venezuela se ha ido haciendo fuerte ante Bogotá a pesar de que se iba encogiendo ante el resto del mundo. ¿Por qué? Por una sencilla razón: el futuro de Santos, cuya popularidad se precipitó por obra del desgaste político al que lo sometieron las Farc en una negociación que no era realmente una negociación sino una táctica dilatoria, pasó a estar en manos de Maduro y compañía. Venezuela tiene, junto con Cuba, el poder de catapultar a Santos a la gloria haciendo realidad el acuerdo definitivo con las Farc o de enviarlo al quinto infierno frustrándolo. Aquella es la fuente del poder que Maduro siente que tiene sobre Santos.
Este es el contexto en el que Maduro decidió, hace un par de semanas, desatar el conflicto con Colombia, calculando que, en última instancia, Santos no tendrá más remedio que acabar entendiéndose con él porque lo necesita. Ahora bien, si ese es el contexto, ¿cuál es la motivación de Maduro para cerrar la frontera y violar los derechos humanos de miles de colombianos tan vil y cruelmente? Pues la más antigua de todas las motivaciones que tienen los gobiernos para provocar crisis externas: tratar de resolver las internas.
Maduro, cada vez está más claro, requerirá un fraude muy copioso el 6 de diciembre para ganar las elecciones parlamentarias convocadas para ese día porque su (im)popularidad, que se sitúa en un 24%, no ofrece opción alguna de triunfo limpio para el oficialismo. Hablo de fraude en un sentido amplio, que abarca desde las trampas que puedan ocurrir ese día hasta las muchas operaciones antidemocráticas que ya están en marcha, como la invalidación de las candidaturas principales de la oposición o el cambio constante de las reglas de juego. En vista de que todo esto, dada la magnitud del descalabro político del gobierno, no evitará a Maduro tener que cometer un fraude concreto el día mismo de las elecciones, ha decidido preparar el terreno para una de dos posibilidades que parecen probabilidades: anular las elecciones en lugares importantes del país donde la oposición cuenta con muchos votos, incluyendo distintas zonas de la frontera, o reducir la magnitud del fraude acortando las distancias entre el oficialismo y la oposición mediante la agitación de sentimientos patrióticos a través del conflicto externo con el eterno vecino.
La retórica que ha acompañado la decisión de cerrar varios pasos fronterizos entre Táchira (Venezuela) y Norte de Santander (Colombia), así como de atropellar a miles de inmigrantes colombianos y declarar el estado de excepción en una decena de municipios, ha sido caudalosa. El chavista ha acusado a Colombia de tolerar y hasta fomentar el contrabando, el paramilitarismo y el narcotráfico colombianos en territorio venezolano, de hacer la vista gorda ante una operación magnicida contra él desde suelo colombiano y de complicidad con operaciones de desestabilización monetaria a través de casas de cambio manejadas por colombianos en el lado venezolano de la frontera. Sabiendo que todo esto obligaría a Santos a reaccionar -pero también que la reacción acabará después de un tiempo mudando en un entendimiento que el colombiano necesita desesperadamente-, Maduro calculó que esa retórica representaba la garantía de réditos internos.
Todavía no sabemos si esos réditos llegarán, y no puede descartarse, dada la severidad de la crisis venezolana y la erosión del chavismo entre las masas, que no lleguen nunca. Pero lo que sí ha sucedido es que a Santos se le ha presentado una oportunidad interesante para resolver también problemas de corto plazo. Luego de una reacción muy tibia y empujado por la oposición (Alvaro Uribe visitó la zona fronteriza de Cúcuta en loor de multitud), el presidente de Colombia inició una ofensiva diplomática para denunciar a Venezuela. En ello cuenta con el respaldo explícito de su archienemigo, Alvaro Uribe, y la agrupación política del ex mandatario, el Centro Democrático.
No le viene mal a Santos, por un rato, el pleito con Maduro, a quien más del 90% de colombianos detesta. Su liderazgo se ha fortalecido temporalmente, las divisiones que provocaba han cedido el lugar a la casi unanimidad -la excepción son la narcoguerrilla terrorista y sus fichas políticas- y se siente fortalecido para emprender las denuncias internacionales contra Caracas a través de su canciller, María Angela Holguín (también otras instancias están activas, en particular el Defensor del Pueblo y la Fiscalía). Como Santos sabe bien que acabará entendiéndose con Maduro y retomando el proceso de la negociación con las Farc con apoyo de Venezuela, comprende que no le viene mal defenderse en tono alto del chavista durante un tiempo. Algo que, por lo demás, su opinión pública le exige.
Eso, en cuanto a la política interna de ambas partes. Pero resulta que hay dos tragedias en marcha: una, la literal, es la de miles de colombianos que no son culpables de que haya contrabando ni corrupción en la frontera porque esa responsabilidad recae sobre las políticas económicas abracadabrantes del chavismo y la podredumbre moral de la Guardia Nacional venezolana; la otra, figurada, es la de América Latina, que no ha sido capaz de reaccionar ante el desastre humanitario por miedo a enfrentarse a Venezuela. Una vez más las instancias hemisféricas y sudamericanas han demostrado que están bajo la influencia desproporcionada de la zona populista autoritaria del continente y que los gobiernos democráticos están desamparados.
Colombia pretendió que el Consejo Permanente de la OEA asumiera el “caso” fronterizo pero la propuesta fue rechazada al no contar con los votos suficientes. Prevaleció la tesis del representante venezolano ante ese organismo, Roy Chaderon, de que el problema debe resolverse “en familia”. Al venezolano lo traicionó el subconsciente: en efecto, las instancias latinoamericanas, como Unasur, que convocó tarde, mal y nunca a los cancilleres sudamericanos, o las declaraciones unilaterales, son por lo general “consanguíneamente” pro venezolanas.
En el plano internacional no latinoamericano, Venezuela está aislada, aunque el hecho -inverosímil- de que forme parte del Consejo de Seguridad de la ONU y de la Comisión de Derechos Humanos de dicho organismo le da un cierto margen de maniobra diplomática. Nadie -nadie que sea serio, quiero decir- duda de que la crisis es hija de una provocación políticamente calculada del régimen chavista y de que se ha cometido un abuso atroz contra miles de colombianos bajo pretextos risibles. El problema es que, en ausencia de mecanismos latinoamericanos activos, poco puede hacer el resto del mundo más allá de lo que ha hecho con frecuencia: criticar a Caracas. No hay apetito ni interés como para aplicar sanciones o tomar iniciativas diplomáticas importantes si los propios latinoamericanos parecen -con excepciones como la de Costa Rica, que alzó su voz en estos días- insensibilizados frente a lo que ocurre en su vecindario.
El gobierno del Presidente Obama no está en condiciones de hacer mucho. Por lo pronto, ha sido renuente a actuar en estos años, con contadas excepciones, cuando los mecanismos hemisféricos prefirieron abstenerse de hacerlo. Además, las nuevas relaciones con Cuba y los contactos semiprivados que lleva a cabo Washington con Caracas a través del diplomático Thomas Shannon restan ímpetu, en esta etapa final de la administración Obama, a los impulsos del gobierno estadounidense en favor de causas latinoamericanas controversiales.
Mientras tanto, la estrategia de Maduro continúa desarrollándose con cierta facilidad porque la respuesta colombiana no agrava un escenario internacional con el que los chavistas ya cuentan: el de un cierto aislamiento sin hostilidad activa. Ello, a su vez, resta potencia a la capacidad de respuesta interna de la oposición venezolana, a pesar de que es más popular que el gobierno. Los líderes, entre ellos Henrique Capriles, han culpado abiertamente a Maduro de la crisis -lo que no es nunca fácil cuando se trata de un conflicto externo- pero no han podido aun, ante la ausencia de respaldo latinoamericano, tomar medidas más eficaces para forzar a Caracas a retroceder.
Mientras tanto, miles de colombianos, y de paso no pocos venezolanos, sufren en la frontera las consecuencias de la perversa operación chavista.