Por Álvaro Vargas Llosa
El eje político anglosajón (lo de anglosajón, con todas las mezclas habidas y por haber, es un decir) se preció desde los años 80, los tiempos de Reagan y Thatcher, de ser un baluarte contra la izquierda. No es que desapareciera la izquierda; más bien tuvo que reinventarse para seguir teniendo vigencia. Tony Blair y Bill Clinton, representantes de esa nueva izquierda en sus respectivos países, simbolizaban, a ojos de millones de ciudadanos, precisamente eso: la transformación ideológica de los socialistas (en el caso británico) y los liberales (en el sentido estadounidense), forzada por los conservadores y los republicanos.
Desde el Reino Unido y Estados Unidos se veía con cierto desdén al socialismo europeo; por eso se hablaba de un modelo “anglosajón” y de un modelo “europeo”, lenguaje codificado que quería decir: los que hablamos inglés somos más serios en cuestiones políticas. Australia era con frecuencia mencionada como parte del modelo anglosajón y se hablaba poco de Canadá porque no convenía, ya que el modelo de este país angloparlante era más bien europeo antes que anglosajón.
Pues hete aquí que, transcurrida ya casi la sexta parte del siglo XXI, la vieja izquierda resurge con fuerza nada menos que en el Reino Unido y EE.UU., y no desde los márgenes de los partidos tradicionales sino desde el corazón mismo de esas organizaciones: el Partido Laborista en el caso británico y el Partido Demócrata en el estadounidense.
Esto, desde una Latinoamérica donde el populismo de izquierda (lo hay, como todos sabemos, también de derecha) no sólo gobierna en los países del Alba y Argentina sino que vuelve a hacerse notar mucho en las democracias más liberales, tiene su importancia. Quiere decir que, aun tratándose de situaciones distintas y casos en muchos sentidos poco comparables, existen ciertos vasos comunicantes que nos hablan de un fenómeno internacional con vertientes desarrolladas y emergentes (para emplear el lenguaje de moda).
Hace pocos días, ha ganado las elecciones internas en el laborismo británico un personaje, Jeremy Corbyn, que posee el identikit exacto de la vieja izquierda, es decir todo aquello que Blair y compañía hicieron hercúleos esfuerzos desde 1994 para desterrar del partido. Es una especie de Michael Foot del siglo XXI. Y en EE.UU., el senador por Vermont-acaso el estado más a la izquierda del espectro estadounidense- Bernie Sanders, un socialista sin complejos, tiene ya cerca de la tercera parte del voto demócrata en su pugna con Hillary Clinton para ganar la nominación y ser el candidato del partido de Jefferson en las presidenciales.
No hablamos de la organización Podemos en la España de los indignados, ni de la Francia intervencionista donde la derecha y la izquierda compiten para ver quién es más socialista, ni de la periferia de Occidente. No: hablamos de los países que son los baluartes ideológicos del capitalismo universal. Nada menos.
El señor Corbyn obtuvo prácticamente el 60 de los votos del Partido Laborista ofreciendo un programa que pasa por estatizar todos los servicios públicos, abolir el pago en las universidades, eliminar el arsenal nuclear de su país unilateralmente, revertir las tímidas reformas del estado del bienestar realizadas desde 2010 e imprimir aun más dinero desde el Banco Central para financiar proyectos de energía renovable.
De nada valieron las advertencias de las figuras totémicas del laborismo, incluyendo a Blair, que alertaron a su partido contra la tentación de nombrar líder de la oposición a alguien que les garantizará quedar fuera del poder tal vez por “generaciones”. Este parlamentario por Islington Norte, casado con una mexicana (y antes una chilena), que apoyaba al Sinn Fein de Gerry Adams cuando era considerada una organización vinculada al IRA, ha arrasado en el partido más antiguo del Reino Unido. El hoy rival principal del primer ministro David Cameron ha logrado esta proeza a pesar de (¿o será gracias a?) que su potencial canciller del Exchequer en caso de llegar a gobernar ha dicho que quiere “fomentar el derrocamiento del capitalismo”.
Al otro lado del charco, las cosas no están menos interesantes. Cuando Hillary Clinton arrancó su campaña para las internas de su partido, el nombre de Bernie Sanders lo conocían cuatro gatos. Hoy lidera las encuestas, muy por encima de Hillary Clinton, en los dos estados donde que abrirán las primarias, Iowa y New Hampshire. En el primer caso, le lleva 10 puntos de ventaja a la ex secretaria de Estado y en el segundo, 22 puntos. A escala nacional, todavía está 20 puntos detrás de ella pero las distancias eran siderales hace poco tiempo y ahora derrota a Clinton en grupos clave de votantes demócratas, como los liberales (en el sentido estadounidense) y los menores de 50 años; entre los votantes varones, está a apenas cinco puntos de ella, diferencia que quizá al momento de escribirse estas líneas ya haya remontado.
Sanders se declara socialista (usa la expresión “socialista democrático”, la misma que utiliza Corbyn en el Reino Unido, porque lo de “socialdemócrata” no pone énfasis suficiente en lo de socialista). Esto, como sabe cualquiera que tenga una noción de la política estadounidense, es un anatema, o se suponía que lo era, no sólo para los votantes conservadores sino también para los votantes del Partido Demócrata. Hijo de un inmigrante polaco judío y político independiente que hace grupo con los demócratas, Sanders propone un sistema sanitario de cobertura universal al estilo europeo, elevar el salario mínimo a niveles muy altos, condonar buena parte de la deuda estudiantil, imponer un impuesto a las transacciones financieras para financiar la enseñanza universitaria y dar marcha atrás en casi todos los aspectos de la política exterior estadounidense. “El socialismo es tan estadounidense como la torta de manzana”, ha sentenciado con aires de no estar diciendo una “boutade”.
¿Estamos ante una de esas coqueterías que los países más avanzados se permiten de tanto en tanto precisamente porque no creen que exista el menor riesgo de ser gobernados por la izquierda radical o ante algo de mayor calado?
Los grandes trastornos sociales suelen alterar los parámetros ideológicos en todas partes, incluidas las democracias liberales más avanzadas. Esto fue lo que pasó después de la Primera Guerra Mundial en Europa, por ejemplo, o después de la Gran Depresión. En algunos casos el efecto fue el surgimiento de movimientos totalitarios; en otros, como Estados Unidos tras la Gran Depresión, una descomunal afirmación del tamaño y poder del Estado bajo Frank. D. Roosevelt (descomunal en comparación con la historia estadounidense).
Lo que sucede hoy no es disociable del trastorno causado por la Gran Recesión en 2007/8 y su secuela. La idea de que la clase media es víctima de una aleación malsana de intereses políticos y financieros que infligieron a los ciudadanos una pérdida de riqueza considerable y que para colmo respondieron a la crisis protegiéndose entre sí tiene una vigencia muy extendida.
Una minoría pequeña entiende y explica que una parte sustancial de lo ocurrido tuvo que ver, más bien, con la perversión del capitalismo a manos del dirigismo monetario, fiscal y económico, sin menoscabo de los excesos de ciertos financistas bribones. Pero esa prédica encuentra pocos oídos dispuestos en vista de que la respuesta de los gobiernos fue el rescate del sistema financiero a costa de los contribuyentes y la perpetuación de un grupo de políticos -la “casta”, diría Podemos en España- enquistados en el poder. La superación de la crisis está tardando demasiado como para que los ciudadanos recuperen la fe en quienes los guían. El resultado es una repulsa contra la política pero también, en ciertos sectores, contra algunos de los principales supuestos ideológicos del sistema imperante.
Ya había síntomas de lo que sucede con Sanders. Un sector de los demócratas pugnaba para que Elizabeth Warren, una senadora situada a la izquierda del partido, fuese candidata a la nominación en oposición a Hillary Clinton. Esta abogada que dirigió la comisión formada tras la hecatombe de 2008 para nacionalizar temporalmente ciertos activos financieros, vieja defensora de la protección al consumidor (término que suele implicar la impugnación de las grandes corporaciones), ha llevado la voz cantante contra el capitalismo vigente en su país. Pero Warren declinó la candidatura que le proponían sus partidarios: en su lugar entró al partidor Sanders, con el explícito respaldo de ella.
Hago esta conexión para ilustrar mejor el vínculo entre el surgimiento de una vieja izquierda con respetabilidad de “mainstream” y el trastorno social derivado de la crisis de 2007/8.
Ese es el contexto en el que la vieja izquierda resurge con capacidad de persuasión, no necesariamente para gobernar pero sí para causar un impacto profundo y acaso redibujar el mapa de tal modo que sus adversarios se vean desplazados hacia el centro. Es evidente que si Corbyn representa hoy al 60% del laborismo David Cameron tendrá serias dificultades para hacer nada de lo que quiere hacer; no menos obvio es que, si Sanders mantiene el impulso que lleva, Hillary Clinton se verá obligada a escorarse a una izquierda de la que ella y su marido hacía siglos que se habían apartado. A su vez, esto puede condicionar al candidato o candidata de los republicanos. ¿Cómo bajar impuestos o transitar hacia un sistema de capitalización individual en el tema de la seguridad social, como quisieran algunos candidatos republicanos a la nominación, si el socialismo ha dejado de ser una mala palabra para el partido rival?
Corbyn y Sanders son, pues, efecto pero también causa: su éxito nace de ciertos hechos que han trastornado a sus sociedades pero a la vez pueden provocar, modificando los parámetros, un repliegue de las ambiciones reformistas liberales de sus adversarios. Todo el espectro se corre así a la izquierda.
Lo más interesante no será lo que suceda desde el bando contrario, es decir desde el conservadurismo británico o el republicanismo estadounidense, para tratar de atajar al viejo socialismo anglosajón, sino desde el bando propio. Los laboristas de la corriente moderna y los demócratas clintonianos son los principales interesados en revertir este fenómeno porque, además de que los puede herir de muerte, podría alejar a sus organizaciones del poder por mucho tiempo. Tendrían que pasar muchos años antes de que un nuevo Blair o un nuevo Clinton vinieran, con una nueva “tercera vía”, a revolucionar sus propias organizaciones y clientelas electorales.
Dicho esto, vuelvo sobre la idea anterior: el síntoma Corbyn y el síntoma Sanders no son sólo el problema de sus partidos sino también de una masa social que puede, si se consolida o crece, acabar “europeizando” o “socializando” un poco a sociedades que se creían en las antípodas de ese modelo.