Por Mario Vargas Llosa
El País, Madrid
Al mismo tiempo que los ayatolás fanáticos iraníes prohibían a Daniel Barenboim ir a Teherán a dirigir la Staatskapelle Berlin Orchestra por tener la nacionalidad israelí (que Irán no reconoce), la ministra de Cultura y Deportes de Israel, Miri Regev, exigía a la canciller alemana, Angela Merkel, que impidiera la presencia del músico en Irán porque ese ciudadano judío, con sus críticas a los asentamientos y, en general, a la política palestina del Gobierno de Israel, podría causar un grave daño a la causa de la paz.
Dos actitudes de extremismos paralelos que se manifiestan al mismo tiempo y, se diría, confirman aquello de la identidad de los contrarios. Ambas iniciativas muestran, por una parte, la absoluta falta de racionalidad y la ceguera religiosa que prevalece en el tema del conflicto palestino-israelí y, de otro, la titánica lucha que deben librar quienes, como Daniel Barenboim, tratan de tender puentes y acercar mediante el sentido común y la buena voluntad a esas dos comunidades separadas hoy por mares de odio y fanatismo recíproco.
Tengo una gran admiración por Daniel Barenboim, como pianista y director de orquesta. Lo he oído como solista y como conductor de las mejores orquestas de nuestro tiempo y siempre me ha parecido uno de los más egregios músicos contemporáneos y, desde luego, espero con impaciencia la inminente aparición de su nueva versión de los dos Conciertos para piano, de Brahms, uno de sus platos fuertes desde que los grabó por primera vez, en 1958, dirigido por Zubin Mehta.
Mi admiración por Barenboim no es solo por el gran instrumentista y director; también por el ciudadano comprometido con la justicia y la libertad que, a lo largo de toda su vida, ha tenido el coraje de ir contra la corriente en defensa de lo que cree justo y digno de ser defendido o criticado. Aunque nació en Argentina, es ciudadano Israelí y, desde siempre, ha militado junto con los israelíes que critican el tratamiento inhumano de muchos Gobiernos de Israel, como los presididos por Netanyahu, contra los palestinos en los territorios ocupados y en Gaza, y ha obrado incansablemente por tender puentes y mantener un diálogo abierto con aquellos. De este modo nació ese proyecto apadrinado por él y por el destacado intelectual palestino Edward Said, la fundación en 1999 de la West-Eastern Divan Orchestra, conformada por jóvenes músicos israelíes, árabes y españoles y que patrocina la Junta de Andalucía. Sus empeños a favor del diálogo entre israelíes y palestinos fueron reconocidos por estos últimos, concediéndole la nacionalidad palestina, que Barenboim aceptó, explicando que lo hacía con “la esperanza de que aquello sirviera como señal de paz entre ambos pueblos”.
Pero, cuando lo ha creído necesario, Barenboim también ha dado batallas en lo que podría considerarse el lado opuesto del campo ideológico. Por ejemplo: en la campaña para que la obra musical de Wagner pudiera tocarse en Israel, donde hasta entonces estaba prohibida por los escritos antisemitas del compositor alemán. La campaña tuvo éxito y él mismo dirigió el 7 de junio de 2001, en Jerusalén, a la Staatskapelle de Berlín en la puesta en escena de la ópera Tristán e Isolda. Hubo algunos gritos de “nazi” y “fascista” entre los oyentes, pero la gran mayoría del público que asistió a la función aplaudió a los músicos y a la ópera, aceptando la tesis defendida por Barenboim de que, por fortuna, el talento creador de Wagner no se vio contaminado por sus prejuicios racistas. ¿No fue éste, también, el caso de otros grandes creadores como Balzac, Thomas Mann y T. S. Eliot?
El compromiso político es mucho menos frecuente entre los músicos que entre los escritores y otros artistas, tal vez porque la música, sobre todo la llamada “culta”, tiene la apariencia de la absoluta neutralidad ideológica, no suele dar la impresión de contaminarse de, ni pronunciarse sobre, la problemática social y política del tiempo en que fue compuesta. Sin embargo, su utilización tiende a menudo a colorearla ideológicamente así como la filiación y militancia cívica de sus compositores e intérpretes, y el uso que hace de ella una determinada cultura o un régimen autoritario. Hitler y el nazismo convirtieron abusivamente a la música de Wagner en una anticipación artística del Tercer Reich (intentaron algo parecido con la filosofía de Nietzsche) y durante un buen tiempo esa identificación forzada perduró, desnaturalizando ante amplios sectores el valor y la originalidad artística de las composiciones de Wagner. Hay que agradecerle a Daniel Barenboim su empeño en rescatar de esa visión pequeñita y mezquina a uno de los genios indiscutibles de la música y, al mismo tiempo, ayudarnos a entender que la genialidad de un músico, de un pintor, de un poeta y hasta de un filósofo (véase Heidegger) no está necesariamente libre de traspiés ni errores de mucho bulto.
Daniel Barenboim cumplirá pronto 73 años y nadie lo diría cuando examina el frenético calendario de actividades que cumple, viajando por todo el mundo con sus cuatro pasaportes —argentino, israelí, español y palestino—, practicando sin tregua los seis idiomas que domina, dando conciertos como director o como pianista en los más prestigiosos escenarios del planeta, y, como si este incesante quehacer no fuera capaz de agotar su indómita energía, dándose tiempo todavía para polemizar con tirios y troyanos en nombre siempre de las buenas causas: la racionalidad contra los fanatismos y extremismos, la defensa de la democracia contra todos los autoritarismos y totalitarismos, y la divulgación del arte y de la cultura como un patrimonio de la humanidad que no debe admitir censuras, exclusiones ni fronteras.
En una época tan difícil y confusa como la nuestra en lo que se refiere a la vida cultural y al compromiso político, muchos artistas e intelectuales han optado por el pesimismo: mirar a otro lado, concentrarse en una actividad que sirve también de coraza impermeable a los ruidos del mundo, cerrar los ojos y taparse los oídos para no degradarse confundidos con el “vulgo municipal y espeso”. Daniel Barenboim está en el polo opuesto de semejante abdicación. Él nos demuestra, con la valía de su quehacer artístico y su compromiso cívico ejemplar, que siempre hay esperanza y que hay que seguir dando contra viento y marea la batalla por un mundo mejor. Los ataques que acaba de recibir al mismo tiempo de los ayatolás iraníes y de la ministra de Cultura de Israel son, en verdad, un homenaje a su valentía y su decencia.
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