Por Álvaro Vargas Llosa
La secuencia fue sobrecogedora: el Papa pidió a Colombia y las Farc apurar las negociaciones de paz; el presidente colombiano se presentó en La Habana para anunciar en compañía del líder de las Farc, Rodrigo Londoño (alias ‘Timochenko’), y bajo el auspicio venerable de Raúl Castro, ese patriarca de la democracia y el estado de derecho latinoamericanos, que el acuerdo definitivo será firmado antes de seis meses; horas después, el propio Juan Manuel Santos dio un aura de causa mundial a lo anunciado al tomar la palabra en la ONU, en Nueva York, donde se celebraba la Asamblea General, para explicar lo que acababa de ocurrir ante la expectativa de tutti quanti.
Por unos instantes, Juan Manuel Santos pudo rozar con la yema de los dedos la gloria que persigue desde el día en que asumió la Presidencia. Para cubrirse en ella tendrá que esperar un máximo de seis meses, pero la ha palpado y se le nota en la expresión, parecida a la que delatan en esos lienzos magníficos ciertos místicos de la tradición cristiana, como Santa Teresa o San Juan de la Cruz.
La puesta en escena permitió a los más atentos recordar que la fuerza motriz de esta negociación que arrancó clandestinamente en 2011 y se volvió formal y pública hacia finales de 2012 es el ímpetu de Santos por incrustarse en la historia como el hombre que puso punto final a décadas de violencia en Colombia. Esto explica que el anuncio fuera en realidad un no-anuncio, es decir el anuncio de que se anunciará en seis meses algo que aún no se puede anunciar porque no existe: el acuerdo de paz. Sí se dio a conocer uno de los muchos elementos de que se compondrá ese acuerdo definitivo, el de la justicia transicional.
Otros aspectos ya acordados a lo largo de esta negociación que tiene lugar en La Habana entre el Estado colombiano y la narcoguerrilla terrorista -por ejemplo, el desarrollo agrario, la participación política de las Farc, la política frente a las drogas- no merecieron en el pasado la fanfarria que acompañó a éste. Lo que solía hacerse era dejar en manos de los negociadores los anuncios, a veces filtrarlos a la prensa antes de que los voceros oficiales se refirieran a ellos, y con suerte darles un barniz de importancia con alguna declaración presidencial posterior.
¿Por qué es distinto ahora? Por dos razones: mientras más se dilate el proceso, más riesgoso es todo para Santos, que está en su último mandato y podría fracasar en la misión señera de su vida; también, lo que no es menos importante, porque sus compatriotas han ido perdiendo la fe en un proceso que los había entusiasmado y en el que el mandatario ha unido a él su destino.
Acaso la mejor demostración de que el presidente y el gobierno colombianos se están impacientando mucho sea el propio acuerdo relacionado con la justicia transicional. No conocemos ese acuerdo a cabalidad porque no se ha hecho público sino un telegramático resumen. Pero lo que sabemos indica a las claras que Santos y sus negociadores están dispuestos a entregar a las Farc la impunidad a cambio de la paz o, lo que es lo mismo, que las Farc son plenamente conscientes de que la impaciencia presidencial es su mejor aliada para imponer condiciones.
Nada de lo que digo implica un juicio de valor definitivo porque esa es una discusión más compleja. Hay acuerdos de paz o transiciones democráticas -según el caso- que funcionaron bien a pesar de que se basaron en la impunidad, como el de Sudáfrica, y otros que dejaron una estela de rencor, división e inestabilidad que probaron haber pagado un precio excesivo. También los hay que incorporaron algún grado de castigo efectivo y no por ello dejaron de tener éxito. Hay acuerdos como los centroamericanos que pusieron fin a la conflagración de los años 80 pero que no fueron drásticos y eficientes en la confiscación y eliminación de las armas empleadas por las guerrillas; la consecuencia fue, más tarde, un mercado clandestino del que se beneficiaron las “maras” u organizaciones de violencia común. Sólo apunto que lo que Santos ha entregado es impunidad para las Farc a cambio de paz por ahora.
Por último, no es seguro, dado que las Farc han recuperado terreno desde el inicio de la administración Santos, que sea posible la paz sin hacer concesiones muy notables como las que ya se conocen. Tan notables, que han valido una crítica no sólo de la oposición de derecha en Colombia sino de organizaciones como Human Rights Watch, que han denunciado en estos años los abusos contra los derechos humanos cometidos por soldados y policías, pero que la derecha colombiana tiene tanta dificultad en admitir a pesar de la evidencia.
El acuerdo prevé la creación de una jurisdicción especial con tribunales que no enviarán a nadie a la cárcel. Sólo los responsables de graves crímenes -como masacres, desapariciones y torturas- serán penalizados, pero su castigo supondrá simplemente una restricción de la libertad interpretada como una permanencia en las zonas rurales donde ya viven haciendo algún trabajo comunitario, por un plazo de entre cinco y ocho años. Todos los demás miembros podrán ser objeto de indulto o amnistía. Esto se cubrirá de legitimidad mediante una definición laxa y generosa de lo que constituye el delito político, figura que permitirá librar de responsabilidad y culpa a miles de miembros de las Farc.
Cierto: en caso de que alguno de los responsables de acciones graves no admita su culpa, le podrán caer 20 años de restricción de la libertad en la modalidad mencionada. Pero ¿quién será el tonto, en esas condiciones, que no admita lo que conviene tanto admitir?
Todo lo anterior vale también para militares y la sociedad civil, lo que ha suscitado en Colombia un áspero debate ante la perspectiva de que los defensores del Estado o las comunidades que se defendieron del enemigo se vean colocadas en pie de igualdad frente a la narcoguerrilla terrorista.
Si se tienen en cuenta los otros aspectos ya pactados -de los que, como en este caso, se han tenido noticias ahorrativas, nunca integrales-, queda muy reforzada la figura de la impunidad. Ello se advierte en las facilidades que tendrán las Farc para participar en política, mediante unas garantías que facilitarán su ingreso al Congreso y otras instancias aun si el favor de los votantes no los acompaña. Esto se producirá gracias a los cupos que serán reservados para áreas donde las Farc ya mandan.
Aunque la reparación a las víctimas -y en general el trato que recibirán- no es materia todavía de un acuerdo definitivo, la información que quienes forman parte del proceso han suministrado a los medios y a representantes de ciertas instituciones indica que el grueso del dinero no provendrá de los victimarios sino del Estado. Los contribuyentes -todos ellos de una u otra forma víctimas del terrorismo por ser colombianos- deberán, pues, resarcirse a sí mismos.
Una forma adicional de impunidad es la garantía de que los narcoterroristas no serán extraditados a Estados Unidos. Como es ampliamente sabido, las Farc y el narcotráfico confunden sus fronteras desde hace muchos años, lo que ha supuesto para ellas una fuente de financiación a prueba de todo (¡incluida la parte baja del ciclo de las materias primas que padece hoy América Latina!). Por eso mismo Estados Unidos pide a Colombia desde hace muchos años extraditar a los responsables de la narcoguerrilla. Santos ha confirmado en estos días que nadie será extraditado. Es de suponer que ello implica que Estados Unidos retirará el pedido, algo que no es fácil de lograr porque el sistema jurisdiccional opera de forma independiente de la Casa Blanca y el Departamento de Estado, y por lo general tampoco el Departamento de Justicia está en condiciones de modificar las cosas.
Si el lenguaje corporal y la puesta en escena transmitieron desde La Habana la idea de que las Farc han adquirido un poder desproporcionado y una ventaja psicológica frente a Santos en la negociación, en parte se debió al papel que juegan Cuba y Venezuela. El de Cuba quedó perfectamente simbolizado con el protagonismo de Raúl Castro; el de Venezuela, con el relato propagandístico que Timochenko ofreció al mundo a través de Telsesur (órgano del chavismo). Ese relato hacía tanto del difunto Hugo Chávez como de Nicolás Maduro artífices de las negociaciones que llevan ya unos cuatro años si se cuenta la etapa secreta. Es más: su versión, que parecía una delación, revelaba que Santos había pedido a Chávez en dos oportunidades interceder para que la negociación no se frustrara en los momentos más delicados.
Así, lo que se va construyendo, además de un acuerdo que pasa por otorgar a las Farc impunidad, legitimidad, blindaje patrimonial y participación política independiente de lo que quieran todos los votantes, es algo así como una base colombiana para el populismo revolucionario latinoamericano. Los vasos comunicantes ya existían entre Cuba, Venezuela y las Farc -por ello negocian en La Habana y por ello Santos involucró a Venezuela como “acompañante” del proceso-, pero eran secretos y entrañaban un cierto costo para los gobiernos que daban santuario, armas o dinero a la organización terrorista. Ahora no hay vasos comunicantes secretos, sino la participación abierta de los revolucionarios colombianos, con la bendición del Estado, en la franquicia antidemocrática del socialismo del siglo XXI.
Repito: cabe la posibilidad de que no haya más remedio que aceptar todo esto para obtener la paz, pero ni el más ardiente defensor de este proceso puede negar que el precio que se está haciendo pagar al país y a la causa del derecho y las libertades democráticas es colosal. Tan colosal, que no hay manera de predecir con cierto grado de certeza que esta paz durará y que la Colombia que en los últimos años se había modernizado y había dado un alto cualitativo como parte del grupo de países de avanzada en la región saldrá indemne del golpe moral y político recibido.
Unas Farc convertidas en un factor de poder político, económico y social con respaldo de dictaduras latinoamericanas entraña dos riesgos. El primero es el más obvio: el socavamiento gradual del modelo político y económico colombiano. El segundo es el que nadie osa pronunciar: una reacción violenta de amplios sectores de colombianos que se pueden sentir estafados por su Estado y temer la captura del poder total, a mediano plazo, por parte de las Farc. El miedo, ya se sabe, infla la imaginación y no puede descartarse, en este ambiente encendido en el que muchas figuras de oposición están en guerra frontal contra el acuerdo en ciernes, que ciertos sectores sociales desborden el marco constitucional (pretextando, quizá, que el acuerdo viola la Constitución y que el proyecto de ley que el gobierno quiere sacar adelante como parte de la reforma para dar cobertura legal al acuerdo es írrito a la Carta Fundamental).
Haría bien Santos, por ello, en medir muy cuidadosamente los pasos que dará entre hoy y el acuerdo definitivo. No vaya a ser que su gloria acabe en tragedia.